miércoles, 5 de noviembre de 2008

Inspirado en “Los discursos del pinchajeta” De Julio Cortazar
La imagen es una digitalización de una escultura de Perera
Todas las noches después de que el reloj del comedor hace sonar las campanadas que indican el fin de un día y el comienzo otro, Natalio sale del interior de la caja de alfajores que tengo sobre el modular y mirando fijo hacia el ángulo superior izquierdo de la habitación grita.
— ¡Ahí, ahí!
Nunca le presto atención, ni siquiera lo hice el primer día que comenzó con sus avisos, hace ya más de cuatro años. Es que Natalio por cualquier pavada hace un bombo bárbaro, bien que lo conozco. Yo, lo que hago es ignorarlo, me levanto, voy hasta la cocina donde me preparo un café bien calentito en invierno o un vino con soda bien helado en verano y me siento a leer algunos artículos del diario que me quedaron pendiente.
Eso enfurece a Natalio que cada vez grita más fuerte.
— ¡Ahí, ahí!
Si estoy en unas de esas noches en que tengo ganas de molestarlo, pongo en el equipo de música un disco de Muhammad Idris. Si hay algo que Natalio no tolera es el Soul. Me causa mucha gracia verlo golpear los brazos a los costados de su cuerpo mientras grita “¡Ahí, ahí!” y abre las plumas en un abanico de colores que siempre resulta agradable.
Cuando se cansa de hacer tanto espamento vuelve a la caja de alfajores y duerme como un bendito hasta las once de la mañana cuando sale a reclamar su desayuno.

Anoche como de costumbre, Natalio salió para gritar a voz en cuello.
— ¡Ahí, ahí!
Como siempre, decidi ignorarlo. Cuando estaba a punto de levantarme a preparar el café, sentí algo a mis espaldas, algo que se movía, algo que era enorme, algo que no era natural, algo con un aliento feroz, un aliento que olía a muerte o alguna otra cosa que me negaba a identificar.
Mis nervios y mi sangre me gritaban que mirara por sobre el hombro, pero la razón me lo impedía, sabía que mirar esa innombrable cosa, esa abominación, seria la locura.
El grito de Natalio era un chillido agudo que lastimaba los tímpanos y contrastaba con la respiración que detrás mío resoplaba, rugía. Senti miedo, un miedo que me hizo pensar que la muerte era mejor que enfrentarme a tal espanto.
Con los músculos tensos como el acero me obligue a ponerme de pie y caminar hacia donde estaba la cafetera, cada paso dolía en los huesos, era caminar en una gelatina densa que no solo me frenaba si no que además hacia difícil la respiración. Cuando llega a la cocina cerré con violencia la puerta. Rompí dos tazas antes de poder servirme café. Me senté en un banco pequeño lo mas alejado de la puerta hasta que Natalio dejo de gritar y se fue a dormir.

Desayunamos en silencio, Natalio come las tostadas con manteca y toma el café con leche como si no hubiera pasado nada. Ninguno de los dos hacemos referencia a lo ocurrido anoche. Yo por mi parte juro que no voy a volver a quedarme nunca mas tan tarde levantado.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Día peronista


Estaba de mal humor, había discutido con mi mujer y me dolía una muela, pero no me quedaba otra, tenía que ir al asado. Es un ritual que nos quedó de la época de militancia, todos los primero de mayo hacemos un asado en lo de Martín. Vos sabés, hace rato que yo no como carne, pero igual voy y le doy a la ensalada y, cuando Martín se acuerda, pone para mí algunas papas entre las brasas, aunque protesta porque no es de machos comer verduritas. La cosa es que el primero de mayo estaba ahí, escuchando hablar pelotudeces con mi mejor cara de no me jodan, puteando porque los tarados de mis amigos habían puesto la mesa en el patio. Siempre comemos afuera, qué sé yo, cosa de peronistas, amantes de las ceremonias. Yo me opuse, pero cuando estoy con mala onda nadie me da bola, así que comimos afuera. El sol era un rectánculo de medio metro en un rincón del patio y ahí nos amontonamos. Como me cagué de frío toda la tarde, a la noche tenía fiebre y odiaba a todo el mundo. Para colmo, mi mujer también se engripó y me echó la culpa a mí. Quién me mandó hacerle caso a un peronista, me decía a cada rato, como si yo hubiera tenido la culpa de que el primero de mayo estuviera nublado.

martes, 7 de octubre de 2008

La llamada del mutismo tieso

No supo en que momento pasó del sueño a la vigilia.
Tenia los ojos cerrados pero podía escuchar todo lo que sucedía a su alrededor. Ensayo abrirlos, pero por más que se esforzó los parpados y los músculos del cuerpo estaban tiesos.
A veces le pasaba.
Los médicos nunca habían dado con un motivo. Aparentemente era psicológico.
Lo único que podía hacer era no asustarse, la parálisis nunca duraba más de tres o cuatro minutos.
Oyó la vos de su esposa en la otra habitación hablando con alguien.
No pudo distinguir lo que decían, solo el tono. Eran su hijo y su mujer. Estaban discutiendo sobre algo. No se llevaban bien, pero jamás habían discutido de esa forma.
Hablaban en vos baja, notaba resentimiento en las voces, le pareció escuchar un llanto.
¿Que hacia su hijo a esa hora en la casa?
Algo andaba mal, ya tenía que haber salido de la crisis.
Quiso llamar a su mujer, pero era como si no tuviera boca. Ningún sonido salio de ella.
Entraron en la habitación, por los movimientos eran dos personas. Olían a colonia de hombre recién puesta.
Alguien se puso a Hurgar en su placard haciendo ruido con las perchas.
-Este azul oscuro me parece que va andar.
-Dale, que te ayudo a vestirlo.
-Deja ya viene la ambulancia, lo hacemos nosotros en la funeraria.
Le exploto la cabeza. Entre las voces reconoció la de su amigo y medico de cabecera.
Necesitó gritar, quería decirles que estaba vivo.
Percibió el perfume de su mujer entrando en la habitación. Se acerco, luego de acariciarlo le dio un beso en la frente, y lo cubrio con la sabana hasta la cabeza antes de irse.
Un alarido, le nació en la mente y de allí no salio.
Aulló, bramo, y no paro de hacerlo hasta que el chillido se convirtió en un ronco estertor.
La ambulancia, el olor rancio de las flores, los llantos y el sonido de gente desfilando a su alrededor, dejaron de tener sentido.
El tiempo se detuvo.
El olor acre del estaño fundiéndose para soldar la tapa del cajón y el silencio, le trajeron resignación, un sosiego que nunca antes había conocido. Cuando sintió las primeras paladas de tierra sobre el cajón, pensó, que por su bien, ojala esto fuera la muerte.

sábado, 20 de septiembre de 2008

María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo

Pilar se saca la ropa con soltura pero con un dejo de sensualidad, como quien esta acostumbrada a desnudarse frente a alguien.
—Así pilar vamos que te quiero toda desnuda.
María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo lo observar mientras va dejando caer el vestido.
— ¡todo mujer, todo!
Pilar esta totalmente desnuda frente a Francisco, quieta, no mueve un solo musculo, no le es necesario, su cuerpo despide un aroma que es suficiente para marear a cualquiera. Una propuesta que a su tiempo Francisco aceptara.
—Ahora acostate, pero desarregla las sabanas quiero que tu cuerpo sea el unico lugar donde posar la vista.
Pilar se arrellana sobre la cama y apoya la cabeza sobre las almohadas.
— Pasa los brazos por detrás de la cabeza, quiero que tus tetas queden turjentes desafientes, como dos rosa a punto de estallar.
Pilar sonrie sabe que sus pechos lo cautivan más que ninguna otra parte de su cuerpo.
— Junta las piernas quiero que solo se vean ese vello, esa selva. Quiero que me des una invitación a la búsqueda.
La Maja pasa sus manos por todo el cuerpo para sentir la sensualidad de la desnudes, así desnuda excitada mira a francisco a los ojos.
— ¡Ole, mujer! Murmura Francisco mientra pone la tela sobre el bastidor y acomoda los pomos de oleo sobre la mesa.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Igualita a Kate Moss



¨Te parecés a Kate Moss¨, me dijo el panadero. Yo no tenía ni idea de quién era Kate Moss, no sabía si me estaba diciendo un halago o un insulto, pero el tipo tenía mirada de maestro jardinero así que preferí sonreir y agradecer el cumplido. Cuando llegué a casa me miré al espejo; seguramente Kate Moss era una actriz o cantante yanqui, una morocha de ojos rasgados y pómulos altos, o quizás una mulata. Me puse gel en el pelo para domesticarlo por un rato y exageré la línea negra debajo de los ojos. Ahora sí me parezco, pensé.
A la panadería voy solamente los domingos, después de comprar en el kiosko de diarios el Clarín para Pablo y una revista de historietas para Sofi. El desayuno dominical con medialunas es un rito familiar que heredamos de mis suegros, pero ellos lo van a tomar a un bar con mesitas en la vereda y nosotros nos quedamos en casa porque a Pablo no hay manera de convencerlo de sacarse el pijama hasta después del mediodía.
Me gustaría de vez en cuando comprar otra cosa, una tarta o masitas, para que el panadero no me considere vulgar, pero sería un gasto injustificable, en casa nadie las comería. No es que me guste el panadero, es un rubio insulso y hasta algo amanerado; si se lo contara a Pablo no me entendería. ¨¿Kate Moss?¨, se burlaría, ¨¡ni en lo blanco del ojo te parecés! El tipo ese, además de trolo es ciego¨.
El panadero no volvió a mencionar a Kate Moss, sin embargo, yo sé que me estudia, seguramente trata de descubrir cuáles son los rasgos en los que nos parecemos. Suele pasar que una persona nos hace acordar a otra pero no podemos identificar si es por los ojos, por la forma de la nariz, por el color de piel. Cuando noto que él me está mirando, me demoro lo más posible en la elección de las medialunas; me gustaría que me dijera en qué me parezco, a veces me resulta agotador decidir qué ponerme para ir a la panadería. En general trato de imitar el look que tenía el primer domingo, pantalones de jean, remera ajustada, aros grandes, el pelo ondeado sobre la cara. Dejé de usar pollera, aunque Pablo me lo eche en cara, y ya no me hago las planchitas.
Ayer fui a un locutorio con la intención de buscar alguna foto de Kate Moss en internet. Escribí el nombre en el buscador de imágenes pero me arrepentí y cerré la ventana antes de que me mostrara la cara de mi doble. Detrás del mostrador, el encargado del locutorio me estaba mirando. Me alegré de haberme puesto la musculosa roja que acentuaba mi parecido con Kate Moss.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Negligencia Hemisférica*


Saúl fue feliz en el matrimonio durante toda su vida. Nunca supo que su esposa y el amante, que dormía del lado derecho de la cama, tenían una vida paralela en su propio hogar.


*Negligencia Hemisférica
Se trata del deterioro de los centros visuales de un lado del cerebro que provoca que la persona afectada sólo vea la mitad de las cosas. Estos pacientes sólo comen, por ejemplo, el lado izquierdo del plato, escriben en el lado izquierdo de la hoja o se atan únicamente el zapato izquierdo.

martes, 19 de agosto de 2008

Laura

Pascual sirvió café en dos tazas que apoyo sobre la mesa ratona del living donde tenia la radio y la encendio, se sentó en el sillón frente a la ventana a observar como llovía.
Hacia cuatro años que estaba solo, él sentia que eran muchos más. La mujer había fallecido y sus hijos estaban viviendo en Europa.
La única que todas las mañanas compartía el desayuno con el era Laura.
Vio pasar corriendo al hijo de Ramón.
Con Ramon hacia varios años que no se veían, desde aquella pelea que su viejo amigo tuvo con la nuera y como resultado lo internaron en un geriatrico.
Se levanto y arrastrando las pantuflas fue hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua de la canilla que tomo de un solo trago.
—Algo que comí anoche —se dijo en vos alta, justificando tanta sed.
Miro el reloj.
—Ya es la hora —Le gustaba hablar en voz alta, sentía que dialogaba con la finada.
Se quedo un rato pensativo y volvió a sentarse en el sillón.
La puerta de la casa de enfrente se abrió, salio un hombre alto con sobretodo, saludo a la mujer con un beso y se fue rumbo a la parada del colectivo.
—Estos son nuevos, yo no los conozco.
Saludo con la mano hacia la calle, sabiendo que no lo veían.
En la radio sonó una cortina musical, una vos femenina anuncio:
—Nuestro proximo programa……. “La mañana juntos” con Laura Castillo.
Se arrellano en el sillón, tomo su taza de café y comenzó a disfrutarlo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Sin aviso de retorno

La encomienda llegó por la mañana, solo estaba el en la casa, el resto de sus familiares habían salido todos, cada uno a sus ocupaciones.
Era una caja enorme, dentro de la cual se escuchaba un ronroneo. L no se daba cuenta de quien podía haberla enviado, sobre todo, que no podía descifrar el remitente, parecía, más que un conjunto de palabras, una ecuación matemática con dos incógnitas escritas por un medico.
Se paró frente a la misteriosa y ruidosa caja, media aproximadamente un metro noventa de alto y ochenta centímetros de ancho, no más gruesa que un armario, la observó detenidamente dando algunas vueltas alrededor sin dejar de fruncir el ceño.
Se sentó a tomar el desayuno observando el paquete y sacando conclusiones.
Una bomba no podía ser, ya que la familia no tenía ni había tenido enemigos nunca, ni siquiera eran tan importantes como para un atentado, por lo demás, ya hubiera volado en pedazos, cuando al verla por primera vez la había golpeado para ver si sonaba a hueco.
Con el último sorbo de café y todavía masticando una rodaja de pan untada en manteca, decidió abrirla, no sentía remordimiento por estar violando correspondencia privada, no venia dirigida en espacial a nadie, y el remitente era ilegible. Retiro el envoltorio, que resulto más fácil de lo que había imaginado, basto con tratar de desanudar las ataduras para que estas solas cayeran al suelo, como con voluntad propia.
Quedo al descubierto una caja metálica similar a lo que el embalaje insinuaba, tenía la forma y el tamaño de un jugador de basquet bastante corpulento, automáticamente comenzó a despedir un olor bestial, ancestral que conmovieron los genes y gónadas de L, perdió el control y casi sin sentido alguno se arrojó sobre esa cosa que estaba allí, en medio del living de su casa.
Paso a través de la pared, aparentemente maciza que dejo escapar un bufido de placer, luego la caja desapareciendo en el aire, dejando un extraño y sospechoso olor a azufre en la habitación, que rápidamente se esfumo.
Nunca más se supo de L ni de la maquina.





Zem invirtió la polaridad y pasó a idioma básico

- Enviaste la máquina caza-bobo a los terroristas del cuadrante Vega, digo.
- ¿Cuadrante Vega?, preguntó inocentemente el despachante de aduana, tratando de bloquear el sondeo mental de Zem. - Me parece que otra ves hice cagada – pensó compungido.

jueves, 24 de julio de 2008

Lo que mi vecina gorda no entiende


La culpa es mía, para qué le di calce, cuando se mudó acá al lado parecía inofensiva, tan mosquita muerta, tan poca cosa, parecía estar pidiendo permiso para todo, para usar el teléfono, para invitarme a tomar un té, para respirar... y ahora no sé cómo sacármela de encima, por qué no se ocupa de sus cosas, por qué no se mira al espejo, cada vez más gorda, cada vez más fea y ridícula, pavoneándose con sus pequeños logros, sus logros de mierda, un viaje a Europa, un gato siamés castrado y panzón como ella, un par de zapatos carísimos. Y cada vez más gorda, más fea y más pelotuda, seguro que le tiene ganas a Carlos, pero él nunca se fijaría en una mina así, por mí, se lo presto, se lo entrego envuelto en celofán, si total Carlos siempre vuelve, siempre, y me trae flores y me acaricia el pelo y me deja tranquila con mis óleos y mis bastidores mientras cocina y canta ¨fu ni cu lí fu ni cu lᨠy yo pinto y pinto y lo oigo cantar canzonetas y sigo pintando mis cuadritos, así les dice él, cuadritos, aunque los bastidores midan un metro veinte el hijo de puta los llama cuadritos, pero después cocina y canta y me trae flores, pero la gorda eso no lo entiende, qué va a entender si no tiene a nadie, si se muere de envidia, por eso habla mal de Carlos, porque no lo conoce, no sabe que la única vez que no volvió, lo esperé comiendo un kilo de dulce de leche, a cucharadas, mirando la tele, un kilo entero, una cucharada atrás de otra, me daban arcadas pero seguí, una cucharada atrás de otra hasta terminar un kilo de dulce de leche mezclado con veneno para ratas, y al final Carlos volvió y lloró y me acarició el pelo y me pidió perdón y se quedó todo el tiempo conmigo en el hospital agarrándome la mano y me trajo flores y no cantó porque en los hospitales no se puede cantar.

jueves, 17 de julio de 2008

El trueno entre las hojas

(a la Coca)
Todo esta en su lugar, menos Armando.
Isabel esta sentada a la mesa, juega con las migas que quedaron de la cena, extraña. Con el dedo las va reuniendo en un montoncito junto al plato vacío y luego vuelve a desordenarlas.En la cocina el calor del horno hace de estufa. En el comedor el televisor encendido es la música de fondo. El perro duerme acostado bajo la mesa. En el parque los animales ignoran su angustia. Llora.
Afuera el tráfico sigue a pesar de todo.

domingo, 13 de julio de 2008

Confesión


Cuando tenía cuatro o cinco años sufría de terrores nocturnos. Y de insomnio, que era lo peor. Mi abuela, la única persona creyente y devota que quedaba en mi familia, me había enseñado a rezarle al ángel de la guarda para pedirle protección. Entonces todas las noches, apenas me metía en la cama, juntaba las manos y le pedía a mi ángel que me hiciera dormir pronto, se lo pedía y después repetía veinticinco veces “por favor”. Eso no me lo había dicho mi abuela, me lo inventé yo y me parecía que era una buena fórmula para que mi pedido llegase a buen puerto. Pero se ve que no, porque casi nunca se me cumplía; pasaba horas despierta y alucinando cosas terribles, con caminos de lágrimas que iban desde el rabillo del ojo hasta las orejas y me mojaban el pelo y la almohada.
Había muchas cosas que me torturaban, pero el tema más recurrente era el de la muerte. No por el hecho de morirme y que se terminara todo; no, esos temores llegaron varios años más tarde. Lo que me preocupaba en ese entonces en relación a la muerte era cómo podía llegar a repercutir en mi familia. Me imaginaba a todos en el camino del cielo y mi terror era que a alguno no lo dejasen entrar y lo mandaran para abajo. La angustia que me provocaban estas visiones (yo entrando en el cielo y el resto desde abajo tendiéndome las manos pidiendo ayuda, devorados por las llamas) era una tenaza oxidada apretándome la garganta. Cuando no podía soportarlo más y después de mucho decidirlo, me salía un hilito de voz:

—Máaa…

Nada. Silencio absoluto, o las aspas del ventilados silbando en el bochorno de mi cuarto.

—Maaaami…

No había caso, mi mamá dormía a pata suelta. A mi papá lo habían operado de la vesícula, nosotros no entendíamos nada entonces, pero parece que la cosa se había complicado y estuvo muy grave. Cuando empezó a recuperarse lo dejaron volver a casa, pero lo que vino no se parecía en nada a mi papá. Estaba en los huesos, con un color amarillento como el de las hojas de esos blocks que descansaban la vista. Nosotros le teníamos un miedo bárbaro, lo mirábamos de lejos y nos negábamos a darle un beso. Mi mamá hacía de enfermera; papá tenía una sonda que no debía infectarse, no podía ir al baño y había que atenderlo todo el tiempo. Era lógico que cuando papá se dormía, mi mamá cayera como en un desmayo del que sólo salía cuando una mano a su lado le tocaba el brazo y se escuchaba ¡Carmen! con esa voz que a mi papá se le había vuelto ronca.
Una noche en que la angustia era insoportable, me levanté y caminé de puntitas hasta la puerta de mi cuarto, pero no me animé a salir de los límites difusos de claridad que proyectaba el velador desde mi mesa de noche. Entonces tuve la idea, la cuna de mi hermana estaba a medio paso de donde me había parado, bastó con que alargara el brazo y lo metiera en las profundidades donde mi hermana dormía como un angelito. Enseguida llegó el berrido, el corazón se me aceleró y de un salto ya estaba adentro de mi cama, justo antes de que mamá apareciera en la puerta para consolar al bebé, que lloraba a lágrima viva. Esa era mi oportunidad, mamá no tenía más remedio que sentarse en mi cama con mi hermana en brazos y esperar a que las dos nos durmiéramos. Yo cerraba muy fuerte los ojos y conservaba la imagen de sus ojeras violetas y pronunciadas y su cara de nada.
Desde esa noche esto se convirtió en mi táctica secreta anti terror. En mi descargo podría decir que recurría a ella sólo cuando me las veía bien feas, pero no sé si es una buena razón para alivianar la pena que merece esta confesión.

viernes, 20 de junio de 2008

Eternamente tuyo

En el hospital estaban todos eufóricos, el trasplante de Romina había sido un éxito.
La lista de espera era larga, pero al final cuando ya nadie tenia ninguna esperanza, llego el corazón.

Los padres buscaron a los familiares del donante para agradecerles, pero no los encontraron. Sólo pudieron averiguar que la esposa de este había muerto en un accidente y el, se había suicidado un año después.

Los médicos no hallaban el motivo que tenia triste a Romina, que desmejoraba día a día. Los padres intuyeron lo peor.

Romina murió dos meses después.

jueves, 12 de junio de 2008

Pesadilla de escritor




Ella abre los ojos de largas pestañas. Un tibio sol acaricia su pálido rostro en el que aún se perciben huellas de cansancio. Tuvo una mala noche, la visitaron los fantasmas habituales, los que la atormentan desde pequeña.

NO, NO PUEDO PONER ¨LARGAS PESTAÑAS¨, MUY CURSI. TAMPOCO ¨PÁLIDO ROSTRO¨. SE DICE CARA, EN ARGENTINA NADIE TIENE ROSTRO SALVO CUANDO TE LO CORTAN. ¨SE PERCIBEN HUELLAS¨ ES UNA MIERDA. ¿QUIÉN PERCIBE Y QUÉ HUELLAS? ¨OJEROSA¨, PODRÍA HABER ESCRITO, O ALGO ASÍ, ALGO QUE SONARA MÁS HONESTO. NO SE SALVA NADA, TENGO QUE EMPEZAR DE NUEVO.


Se despierta. El sol hiere sus pupilas enrojecidas por una larga noche de insomnio. Cada vez que intentó cerrar los ojos, aparecieron vertiginosas imágenes de su niñez que

UN ASCO. ¨EL SOL HIERE SUS PUPILAS¨ ES PEOR AÚN, SÓLO FALTÓ QUE PUSIERA ¨FEBO¨ O ¨ASTRO REY¨. ¨VERTIGINOSAS IMÁGENES¨ NO ESTARÍA MAL SI NO FUERA QUE NO EXPLICA NADA, QUÉ CARAJO SON VERTIGINOSAS IMÁGENES. ENCIMA INSISTO CON PONER EL ADJETIVO DELANTE DEL SUSTANTIVO... Y ¨NIÑEZ¨... SÍ, ¨NIÑEZ¨PUEDE SER, PORQUE ¨INFANCIA¨SERÍA PEOR. SUENA A ¨PATRONATO DE LA INFANCIA¨. ADEMÁS LO CORRECTO ES DECIR ¨CADA VEZ QUE HABÍA INTENTADO CERRAR LOS OJOS¨, ETCÉTERA, ETCÉTERA. HAY QUE CUIDAR LA CONSECUTIO TEMPORUM O CÓMO SE DIGA. A VER, PROBEMOS OTRA VEZ.

Aún sin abrir los ojos se percata de la luminosidad que entra a través de la persiana. Quisiera dormir todo el día para olvidar las imágenes que una y otra vez torturaron sus sueños.

¨SE PERCATA¨, LA MUY PACATA, QUE SE MUEVE COMO GATA. ¨LUMINOSIDAD¨ ES UNA PALABRA DIGNA DE UN LIBRO DE VÍCTOR SUEIRO. LUMINOSIDAD QUE NO DEJA CLARO, ¡QUÉ PARADOJA!, DE QUIÉN SE ESTÁ HABLANDO. Y LOS ¨SUEÑOS TORTURADOS¨, ¡QUÉ LUGAR COMÚN! TIENE QUE EXISTIR OTRA MANERA DE DECIRLO.



Ella sabe que es tarde, la luz del sol inunda toda la habitación. Pero no tiene fuerzas para levantarse, la batalla contra las pesadillas nocturnas la dejaron sin energía.

¨LA LUZ DEL SOL INUNDA¨ DE MIERDA MI CABEZA. NO PUEDE SER QUE SEA TAN IMBÉCIL. ¡MEREZCO EL PREMIO MUNICIPAL AL LUGAR COMÚN! ¡EL CERVANTES A LA ESCASEZ DE ORIGINALIDAD! Y ¨PESADILLAS NOCTURNAS¨ ES LO MÁS FEO QUE LEÍ EN MI VIDA. SUENTA A POLUCIÓN NOCTURNA, ESCUELA NOCTURNA, VUELOS NOCTURNOS... ¨BATALLA¨ TAMPOCO ME GUSTA. ¨PELEA¨ SONARÍA MÁS SINCERO. SÍ, QUE SE PELEE A TROMPADAS, EN TODO CASO. QUE SE AGARRE DE LOS PELOS CON LAS PESADILLAS, LAS MUERDA Y LES HAGA PIQUETE DE OJOS. VA DE NUEVO. DA CAPO.



La mañana ahuyenta los temores cosechados por la noche. Fueron sueños terribles, pesadillas que le recordaron los peores sufrimientos de su niñez. Está demasiado cansada como para afrontar un nuevo día.

Y YO ESTOY DEMASIADO CANSADA PARA AFRONTARME A MÍ MISMA. ¡QUIÉN LA MANDA A ESTA MINA A COSECHAR TEMORES, QUÉ PELOTUDA! Y DESPUÉS, AL MEJOR ESTILO DANIELLE STEEL, APARECEN LOS ¨SUEÑOS TERRIBLES¨ Y LOS ¨SUFRIMIENTOS DE LA NIÑEZ¨. UNA NUEVA VERSIÓN Y SI NO SALE, MANDO TODO AL CARAJO. ES TARDE Y TENGO HAMBRE.



Ella fue miedo y asco en sueños. Ahora es cansancio y ojos hinchados. Despertarse es un alivio y también una molestia. Levantarse, tarea casi imposible. Si al menos anoche se hubiera acordado de cerrar la persiana...

MIERDA, MIERDA Y MÁS MIERDA, PERO EN ORACIONES CORTAS. SORETITOS CONCISOS, DISTINTO OLOR PARA LA MISMA MATERIA. ME CANSÉ, NO LO INTENTO MÁS.

Y ESTA PORQUERÍA QUE SE TILDA, EL CARTELITO DE ¨AHORA PUEDE APAGAR SU EQUIPO¨ NO APARECE NUNCA. BUENO, BASTA, DESENCHUFO Y LISTO. SON CASI LAS DIEZ, TENGO TIEMPO DE PREPARARME UNA SOPA INSTANTÁNEA ANTES DE QUE EMPIECE EL PROGRAMA DE TINELLI, EL DE ESPLÉNDIDA SONRISA.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Tren

Hace unos días que tomo el tren que va a Ciudadela, papá me lleva al quiosco que tiene ahí. Me gusta viajar en tren, además viene mi amigo Manuel y con él jugamos a las carreras con los coches que pasan por la avenida y siempre les ganamos.

El tren parece más lento desde que tengo que atender el negocio de papá. Él esta enfermo y yo tuve que hacerme cargo.

Llueve, las estaciones están todas mojadas y sucias, como yo. Hoy es un día de mierda, voy a abrir el quiosco después de tres días de duelo, primero papá y ahora mamá, gracias a Dios los dos llegaron a conocer a la nieta.

Este tren que se quedó en Caballito, y yo que no veo la hora de llegar para contarles a mis clientes que anoche nació mi segundo hijo y es varón.

El oeste me deprime, para colmo este fin de semana ni Carlos ni Ángela vinieron a visitarme. Parece que después de la separación se sienten más cerca de la madre.

Por un momento me sentí vacío, sin saber por qué estaba en este tren ni por qué viajaba hacia el oeste, la sensación pasó rápidamente y todo se ordenó.

Hoy el sol está radiante y hace calor dentro del tren, por suerte, porque los días de humedad me duelen todos los huesos, serán los años.

El tren va repleto por el paro de colectivos, menos mal que viajo con Carlos, le voy a mostrar el quiosco. Ángela viene al medio día. Estoy contento, ahora vienen seguido a visitarme.

Hoy es el ultimo día que viajo en este tren de mierda, le dejo las llaves del local a Ángela y chau, ella se va a hacer cargo del quiosco. Espero que esté en el andén de la estación.

Ahí viene Manuel otra vez, me tiene cansado, yo lo único que quiero es sentarme tranquilo en la estación a ver pasar los trenes y éste que viene y no hace más que hablar de enfermedades.
-¿Todo bien viejo?
-Hasta hace un rato sí.

jueves, 22 de mayo de 2008

Noche en vela


En los pasillos de la clínica es noche continua, en la calle el reflejo del sol le hace fruncir los ojos. Son las cinco de la tarde y recién mañana a las diez va a poder volver a ver a Javier, los horarios son muy estrictos en terapia intensiva. Vaya a descansar, señora, le dijo el enfermero canoso. Antonio, se llama y se vería mejor detrás de un mostrador, despachando pan.
Liliana no quiere ir a casa, las chicas ya deben haber vuelto del colegio y últimamente están insoportables, se pelean por cualquier cosa, por el control remoto de la televisión, por un par de medias, por el teléfono. Y si no, se la agarran con ella, parecería que lo único que las une es el frente común contra la madre. Llama a Pedro, pero no quiere hablar con él, le deja un mensaje a la secretaria. ¨Dígale a mi marido que Javier está estable, que no hay novedad y que a la noche lo llamo a casa¨. Odia oír el tono impersonal que Pedro usa cuando lo llama a la oficina, parece un extraño al que no le interesa lo que le dice pero se ve obligado a atenderla y a contestar con monosílabos por cortesía. Marca el número de Santiago, tal vez tenga tiempo para un café. Necesita hablar con alguien. ¨Hola, soy yo. ¿Estás ocupado?¨ Santiago dice que no, que está en su casa, que está con licencia por estudio. Siempre está estudiando algo, Liliana hace tiempo que no le pregunta qué, un posgrado, un congreso, un curso. ¨Necesito verte. ¿Vamos a tomar un café a algún lado?¨ ¨Tengo fiaca de salir, ¿por qué no venís a casa?¨ Se hace una pausa. ¨Irene está de viaje¨, agrega justo cuando Liliana estaba a punto de decirle que prefería encontrarse en un bar. Hace más de veinte años que son amigos, desde la secundaria. A Santiago no le hace falta ninguna aclaración para darse cuenta de que ella prefiere hablar a solas con él. No es que Liliana tenga algo en contra de Irene, al contrario, le cae muy bien, pero hace tres años que está con Santiago, nada más, es imposible no verla como a una intrusa. Además Liliana le conoció demasiadas parejas a su amigo como para encariñarse con Irene.
Camina por la avenida Córdoba, el tránsito se va haciendo más enmarañado a medida que se acerca al centro. Le va a hacer bien hablar con Santiago, es un buen amigo, sabe escuchar. Cuando estaban en el colegio se gustaban, una vez se dieron un beso, en quinto año. Pero Liliana ya estaba de novia con Pedro y no pasaron de eso. Hace algunos años, durante una fiesta, sacaron el tema. Fue la única vez. Habían tomado mucho, Liliana tenía un vestido ajustado que le quedaba muy bien y Santiago estrenaba novia, una morocha que manejaba el escote como un arma. A ninguno de los dos le molestó quedarse charlando solos mientras la morocha bailaba con Pedro. Entre risotadas ambos estuvieron de acuerdo en que lo del beso había sido una pendejada, que nunca hubieran funcionado como pareja. ¨Sos demasiado buena mina para que yo te elija, me gustan más turritas¨. ¨Serán turritas, pero nada tontas. Ninguna te dura, apenas te conocen salen corriendo¨. ¨¡Pero qué bien la pasan mientras tanto!¨ ¨No te agrandes. Por algo estás siempre solo¨.
Liliana no le quiso contar por teléfono lo de Javier, tuvo miedo de ponerse a llorar. Una vez su prima Susy la llamó llorando y la situación resultó grotesca. Liliana no entendía más que palabras aisladas y tenía que pedirle una y otra vez que le repitiera lo que le estaba contando. Susy tuvo que repetir tres veces que había visto a su marido con otra mujer y, otras tantas, que él le había dicho gorda boluda.
Javier está en terapia intensiva, ayer lo internaron de urgencia. Coma alcohólico, dijeron los médicos. Tiene el hígado destruído y una úlcera que no para de sangrar. Liliana no entiende cómo llegó a ese estado y dónde estaba ella, por qué no hizo algo. Si Javier se muere, no va a aguantar la culpa. Y si no se muere, si sale de ésta, todo va a seguir igual, ella no va a hacer nada y él va a seguir tomando. Está segura. Le molesta pensar así, como si Javier fuera un mueble viejo al que no sabe dónde poner. A veces se le ocurre que la muerte sería un alivio para él, que acabaría con su soledad y sus manos temblorosas. Pero en el fondo sabe que se está engañando, el alivio sería para ella. Basta de conversaciones tontas para evitar los silencios, basta de disimular la pena y la rabia, basta de dejar mensajes inútiles en el contestador. Liliana se da cuenta de que está llorando, cómo puede pensar así. Javier no se puede morir. Javier siempre fue el más bueno de los dos, el más sensible. El artista, el sabio, el loco, la promesa sin cumplir. Cuando era chico asombraba a todos con sus salidas; una vez, no tendría más de seis años, le dijo al cura de catecismo que si Dios era como él lo describía, prefería no creer en Dios. A veces, después del cuarto vaso de vino, ese Javier reaparece.
Santiago abre la puerta y Liliana lo abraza, llorando. Siente el pulóver mojado pegado a la mejilla y los brazos de él envolviéndola, primero, y trantando de apartarla, después. ¨¿Qué pasa?¨ ¨Es mi hermano. Se está muriendo¨. ¨Pero, ¿cómo? ¿Qué pasó?¨ Liliana no responde, deshace el abrazo, se seca los ojos con la palma de la mano y lo mira fijo. ¨¿Tenés vino? Necesito tomar algo¨.
Cuando queda sola en el living se saca el abrigo y los zapatos y se recuesta en el sillón. Es agradable estirar la espalda y las piernas. Javier no se está muriendo, Javier no se está muriendo, repite mentalmente.
El borgoña le resulta áspero, pero reconfortante. Toman sin hablar, Liliana con la vista clavada en el piso de madera; cuando era chica vivía en una casa con ese mismo tipo de parquet, tantas veces estuvo en la casa de Santiago y recién ahora se da cuenta. ¨¿Me vas a contar?¨ Liliana niega con la cabeza y reclama más vino, mostrando el vaso vacío. ¨Estoy cansada, estuve toda la noche despierta. Tendría que ir a casa, darme una ducha y dormir un poco¨, dice y cierra los ojos. Ve a Javier, lleno de cables y tubos. Está muy flaco. Liliana piensa que si su mamá estuviera viva, querría salvarlo con un buen plato de ravioles y un rosario a la Virgen de San Nicolás. Para ella no existían problemas que no se pudieran solucionar con comida o con rezos. Pobre Javier. El médico dijo que no siente nada, que es como estar dormido. ¨Dame más vino¨. ¨¿No estás tomando mucho?¨, pregunta Santiago mientras le llena el vaso. Por toda respuesta, Liliana vacía el contenido de un trago. ¨Abrazame¨, le pide. Cierra los ojos y siente la mano de Santiago acariciándole el pelo, la respiración calma, el olor a tabaco. Javier tiene un tubo metido en la boca, no se puede dormir así, qué clase de sueños puede tener con un tubo raspándole la garganta. Además, él siempre durmió boca abajo, desde chiquito. Por eso se la pasaba protestando durante todo el viaje a Mar del Plata y no dejaba dormir a nadie. Liliana no pudo quitar la vista del monitor mientras estuvo junto a su cama, la línea del electrocardiograma atestiguaba que aún estaba vivo, que ese casi cadáver seguía siendo su hermano. Los médicos dicen que está estable. ¿Estable, Javier? Es gracioso, él también se reiría, con esa risa metálica que por momentos se atora y por momentos fluye, como un desagüe obstruido a medias. Sin pensarlo, Liliana pasa la mano bajo el pulóver de Santiago y le acaricia el pecho, muy despacio. Siempre con los ojos cerrados, hace bajar la caricia al pantalón para sentir a través de la tela, las piernas tensas y el sexo firme. Santiago se revuelve en el sillón, nervioso. Aunque no lo ve, ella sabe que se debe haber puesto colorado, siempre se sonroja, por cualquier cosa. Pero Liliana no quiere pensar en eso, no quiere pensar en nada, quiere seguir frotándole el sexo a través del pantalón para sentir cómo se pone cada vez más duro. Él no la deja seguir, le agarra la muñeca con fuerza, la aparta, la recuesta en el sillón. En todo ese tiempo, Liliana no abre los ojos, está mareada y un poco avergonzada. Llora, llora un largo rato, mientras Santiago le acaricia el pelo. Llora hasta quedarse dormida.
Es de noche cuando se despierta; está tapada con una frazada y tiene una almohada bajo la cabeza. Sobre una silla encuentra el abrigo y la cartera y los zapatos están junto al sillón, donde los había dejado. Santiago duerme en el dormitorio, sobre la cama sin desarmar. Ni siquiera se sacó los zapatos.
Liliana va al baño y mete la cabeza bajo el agua fría. Después se recoge el pelo bien tirante, se maquilla, sólo un poco de rimel y de lápiz labial, y se va. Piensa en dejar una nota, pero qué podría escribir. En la calle toma un taxi para ir al sanatorio. Pedro debe estar preocupado, en el teléfono hay cuatro mensajes con su voz cada vez más tensa. Qué va a decirle. Que lo tenía desconectado, que en el sanatorio no permiten usar celulares, que se le pasó la hora y se olvidó de llamar, que lo ama y que no se preocupe, que cualquier novedad, le va a avisar.

lunes, 19 de mayo de 2008

El mar

Selso no conoce el mar, en su país no hay, y aquí donde vino a trabajar, entre el dinero que manda a su familia, el alquiler de la pensión y las llamadas desde el locutorio clandestino, no le queda plata para ir a conocerlo.
La ventana de la pieza da al paredón de una fábrica abandonada que alguien pinto de azul, azul profundo. Selso imagina que ese es el color del océano. Todas las noches antes de acostarse, se sienta a mirar el muro.
Ansía poder traer a su familia, aquí no lo tratan bien ni tiene un buen trabajo, pero al menos tiene uno. Sueña con llevarla a conocer el mar.
En la obra donde trabaja, el arquitecto y el patrón siempre hablan de las vacaciones en la costa, sobre todo ahora que es verano.
Todas las noches, Selso se sienta apoyando los codos en el alféizar de la ventana, y mirando la pared de enfrente, imagina las olas. Así retarda el sueño que lo llevará a otra mañana de trabajo y a otra y a otra....
A veces le viene un sopor y le parece ver en el azul, al otro lado de la calle, algo que se mueve en el fondo, un velero, sí, un velero, no, un barco, es muy lejos para un velero. El sol está alto y atropellador, Selso traspira, pero no es como cuando lo hace en la obra.
Bajo la sombrilla, él y su mujer desenvuelven unos sandwiches de milanesa, ella llama a almorzar a los chicos que juegan junto a las olas.
Todos lo saludan con respeto, él es el que levanta las casas donde ellos viven.
Y así se duerme Selso, sentado en la silla, mirando el paredón de enfrente.

Lectura de cuentos
La Subasta
21 de Diciembre 2007

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21 de Diciembre 2007

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domingo, 18 de mayo de 2008


Lectura de cuentos
La Subasta
21 de Diciembre 2007

viernes, 16 de mayo de 2008

Mala Noche


Era jueves y era verano. En unas horas debía levantarme para darles clase de lógica a un grupo de adolescentes crueles; necesitaba dormir un poco antes de enfrentarlos pero seguía dando vueltas entre las sábanas arrugadas, la fiesta en el piso de arriba parecía estar lejos de terminar. El techo retumbaba como el parche de un bombo y el calor me ahogaba porque había apagado el ventilador para dejar de imaginar que las paletas metálicas se desprendían a causa de los golpes, y rebanaban mi cuerpo en porciones inciertas. El calor no era bueno para dormir; el calor era una mala combinación con los ruidos y con la rabia que apenas podía controlar.
A las tres de la mañana decidí subir, alguien golpeaba la baranda del balcón con una cuchara o alguna otra cosa parecida y a mi pretendida amplitud de criterio se le fueron las últimas dudas: la gente de arriba se estaba pasando del límite. Sin encender la luz capturé una remera con los dedos y en mi camino hasta la puerta me calcé las ojotas y unos bermudas. Me costó encontrar las llaves y la demora aumentó el calor y la impaciencia; para cuando subí el último escalón hasta el piso de arriba había perdido los últimos restos de tolerancia. Toqué el timbre varias veces pero nadie respondió, la música lo tapaba todo y empecé a preguntarme si había sido buena la idea de subir. Me di vuelta y miré la puerta del fondo, cerrada y silenciosa, tan ajena al escándalo que odié a los que adentro estarían durmiendo sin problemas. Somníferos, seguramente.
Dos timbres más y la puerta empezó a ceder, lenta como si desde adentro la moviera un mecanismo a motor. Pero no, era una mano enorme lo que movía la puerta, una mano que parecía aislada del cuerpo también enorme al que pertenecía. El efecto de independencia de la mano se potenciaba porque el gigante tenía la cabeza vuelta hacia adentro del departamento y hablaba con alguien a los gritos. La mano seguía firmemente unida al picaporte, aunque la hoja de la puerta ya había completado su recorrido de apertura. Miré al gigante desde mi altura, cada vez más pequeña y arrepentida, y pensé en retroceder; tal vez si daba un paso hacia atrás con el cuidado suficiente, podría alcanzar la escalera sin que él lo notara. Y quién sabe, entre tanta música y tanto ruido, los timbrazos podrían pasar por una confusión; el gigante se encogería de hombros y volvería a la fiesta sin demasiado conflicto. Pero era tarde, la cabeza del gigante giró con agobio y sus ojos hinchados intentaban adaptarse al resplandor del foco que amarilleaba el pasillo. Soy la vecina del piso de abajo, dije sin mucha convicción, ¿vos vivís acá? La pregunta era inútil porque yo sabía que no, que mi vecino del piso de arriba era un rubio flaco y apocado que vivía con el hermano que era un poco más corpulento, pero no tanto como ese gigante. El gigante abrió la boca y con la mirada todavía clavada en el foco gritó, Ariel, Ariel es para vos. Dicho lo cual soltó el picaporte y adelantó su manaza hasta mi hombro. Pasá, flaca, pasá que está todo bien acá adentro, dijo y desde el hombro sentí el impulso que me hacía cruzar el umbral sin quererlo. Pasá, pasá, repetía y yo pasaba por debajo de su mirada desenfocada y de su olor a alcohol. La puerta volvió a cerrarse y el gigante se perdió en la penumbra del salón con el mismo ritmo pasmoso con el que me había hecho entrar. Por no quedarme sola en el hall, lo seguí arrastrando las ojotas. El gigante no me había mentido, ahí adentro estaba todo bien, la música aturdía pero la gente se veía tranquila, charlaban sentados en los almohadones salpicados en el piso, o movían la cabeza al ritmo de la música, o simplemente clavaban la vista en la lámpara de cristal que adornaba el techo. Yo era la única de pie, la única desencajada, la única para quien no estaba todo bien.
Me sentí tan incómoda que seguí avanzando sin tener muy en claro para qué. El departamento de arriba era mucho más grande que el mío, después de la sala seguía un pasillo estrecho que se abría a una habitación enorme y sin muebles. Me pregunté como haría mi vecino para vivir en un lugar tan grande y tan despojado, y pensé que quizá toda esa gente no fueran invitados, tal vez estarían allí como parte del mobiliario, siempre reunidos y siempre de fiesta, aunque yo solo los escuchara en noches de verano, en las que el calor me obligaba a dormir con la ventana abierta. Las personas que encontré en la segunda habitación también se veían como un decorado, solo que ahí estaban todos parados, apoyados contra las paredes o en islas desparejas que flotaban sobre el piso de pinotea. Estaba ya por volver sobre mis pasos cuando me pareció ver en el grupo más alejado a la pelirroja del octavo “D”; la luz era mala y un chorro de sombra le daba justo en mitad de la cara pero era ella, los hombros huesudos y el pelo rojo como una esponja seca alrededor de la cabeza eran inconfundibles. Debajo de la sombra podía imaginarme su acre semblante. Jamás me devolvía el saludo cuando me la cruzaba en la puerta de entrada del edificio, y si nos veíamos obligadas a compartir el apretado espacio del ascensor, la pelirroja del octavo “D” no quitaba la vista de la manija de la puerta plegable, como si cada segundo de mi presencia fuese un castigo. Siempre creí que ella era así con todos los vecinos, una de esas personas que viven enojadas con el resto sin que medie ningún motivo aparente. Pero la pelirroja era una invitada más en la fiesta de mi vecino de arriba, charlaba en el centro de su grupo y hasta parecía que, debajo de la sombra, en su cara era posible la mueca de una sonrisa. Pensé que si seguía buscando podría encontrar a la vieja hermética de planta baja o hasta a los del departamento del fondo, que por esa noche cambiaban los somníferos por un vaso de cerveza para sumarse también al festejo.
Lo mejor era no mirar, pero ya había llegado hasta ahí y no podía irme sin encontrar a mi vecino, no quería bajar sin descargar un poco mi indignación. Entonces advertí que al final del cuarto había una cortina oscura, pesada y gruesa como el telón de un escenario, que cortaba el paso hacia el balcón. Noté que de allí venían la música y el ruido. Detrás de la cortina estaba la fiesta, detrás de la cortina estaría Ariel, ajeno a mi ridícula presencia en su casa. Me acerqué y dudé un poco, me daba miedo correr el paño y quedar a merced de la mirada de los del balcón. Entonces me convencí de que todo el asunto era estúpido: pasar la cortina y pedir con un hilo de voz que por favor bajaran la música, era inútil. Ya estaba bien, ya era momento de volver a casa, sacarme las bermudas y meterme en la cama, mirar las paletas del ventilador un par de horas más y después tomar un café bien negro antes de salir a dar clases. Eso mismo hubiese hecho si la cortina no se hubiera abierto en ese instante. Como en una pesadilla sentí los ojos de mucha gente sobre mí. Pasá flaca, pasá que está todo bien, decía otra vez el gigante de la entrada, y con su mano gigante me empujaba desde la mitad exacta de mi espalda. Fue como si por un segundo la gente del balcón hubiese dejado todo para mirarme, para ver mi remera vieja y los bermudas estampadas con palmeras, el pelo revuelto por el insomnio y la cara pálida y las ojeras. La pelirroja debe haberse estremecido de placer. Pasó el segundo y todo el mundo siguió con lo suyo: bailar, gritar, saltar, azotar la baranda del balcón con una cuchara. Sentado en el borde de una maceta, Ariel era el único que seguía mirándome. En la mano tenía una copa, champagne, sin dudas, pensé cuando vi las burbujas en sus ojos. Ariel me miraba y levantaba su copa, y en sus labios pude leer, salud, vecina.

martes, 13 de mayo de 2008

Extranjeros

- Hola.
- Hola. Estás hermosa.
- Danke.
- El auto está a media cuadra, no había dónde estacionar.
- Claro... es viernes.

No tendría que haberme sorprendido que el auto fuera un Mercedes, tendría que haberlo sospechado, la manera de vestirse de Tomás era indicio suficiente. Pero me sorprendí y lamenté haberme puesto la musculosa de batik, me quedaba bien pero el contraste convertía al auto en algo monstruoso.

- Wohin willst Du gehen?
- Ich weiss es nicht.
- Lass mich entscheiden, bitte.
- Ja, sicher.

Era un juego, ninguno de los dos se sentía cómodo hablando alemán. Pero era lo único que teníamos en común y, además, había sido su excusa para acercarse en el bar de San Telmo. Yo había ido con Alexander, un alumno de español. Tomábamos cerveza y charlábamos a los gritos, para competir con el volumen exagerado de la música. Alexander estaba contándome lo maravilloso que había sido para él viajar en tren a Ituzaingó; me fastidiaba que sonara tan parecido a una novela de Salgari, los peligros, el exotismo, el temor, la victoria. Cada cinco palabras decía una en alemán, era evidente que a él el relato lo entusiasmaba. Tomás se acercó a nuestra mesa, se disculpó por haber escuchado involuntariamente la charla y se presentó diciendo que era hijo de alemanes, como si eso justificara la intromisión. Pronunciaba en forma impecable, con un rastro de acento bávaro, pero se equivocaba con las declinaciones. En cuanto pudo cambió de idioma y siguió la charla en castellano. O tal vez fue Alexander quien impuso el cambio, en cinco meses volvería a Alemania y su propósito era aprovechar cada segundo para aprender español.

- ¿Qué viniste a hacer a la Argentina?
- Estoy con una intercambia de estudios.
- ¿Hace mucho?
- Desde tres meses, sí. Pero yo hablo un poquito español antes porque siempre fui en España en vacaciones. En Tenerife.
- ¿Y te gusta Buenos Aires?
- Sí, claro, muy bonita. Y la gente muy copada. Yo hago, tengo, buenos amigos aquí y yo me gusta mucho la... wie sagt man, die Lebensweise?
- La forma de vida.
- Claro, sí, eso. La forma de vida de los argentinos.

Alexander se sometía al cuestionario con una sonrisa complaciente que a mí me resultaba insoportable. Cientos de veces había respondido a las mismas preguntas desde que estaba en Buenos Aires y, sin embargo, seguía contestando con amabilidad imperturbable. Me dediqué a ultimar los maníes que quedaban, consciente de que aumentarían mi sed y de que se me había terminado el chopp y no tenía plata para otro. Tomás me pareció un pedante, todo en él me caía mal, su vaso de whisky, su Belgrano-deutsch, su pelo rubio y su piel tostada. Me aburrían. Los dos me aburrían, Alexander y él.
Dejé de prestar atención a la charla y me dediqué a mirar a la gente que, poco a poco, había ido llenando el bar. Mientras me chupaba la sal pegada en los dedos localicé a un morocho de barba que me miraba desde la barra. Me hizo acordar a Miguel, los mismos ojos oscuros y grandes, las mismas facciones árabes. En las buenas épocas solíamos imaginar cómo serían nuestros hijos, cuando los tuviéramos, beduinos achinados o japoneses narigones.
Después de media hora de parloteo, Alexander se tomó un respiro y fue al baño. Recién en ese momento Tomás me dirigió la palabra, como si antes yo no hubiera estado sentada a la misma mesa.

- Y vos, con esa hermosa cara oriental... ¿cómo es que sabés alemán?
- Todavía no nos prohibieron aprender su idioma.
- ¿Nos prohibieron? ¿A quiénes?
- A los extranjeros.
- ¿Y cuál es tu relación con el deutsche?
- Es mi alumno de español.

Me pareció la respuesta más sencilla, qué importancia tenía que nos hubiésemos acostado un par de veces, que al principio hubiera creído que me estaba enamorando, pero que eso siempre me pasaba, y que aunque me parecía un buen tipo ya me estaba cansando de él, que ya no le daba clases sino que charlábamos mientras paseábamos por el circuito turístico y eso me aburría y, encima, no me pagaba porque se suponía que ahora éramos amigos.

- ¿Siempre le das clases en bares?
- ¿Por qué?
- Pregunto. Me parece extraño.
- Extraño, extranjero, fremd. A los alemanes les encanta esa palabra.

Miré la barra, Miguel con barba me miró, sonrió y después le dijo algo al barman. Tomás anotó mi número de teléfono en una servilleta y se fue antes de que Alexander volviera del baño. El falso Miguel y el barman charlaban y se reían.
El auto dobló por Libertador. Mientras Tomás describía el restaurante al que estábamos yendo, aproveché para hacer un inventario. Chomba polo, reloj de oro, zapatos relucientes. Miré por la ventanilla para no reírme, Tomás parecía gastar más en ropa que yo en alquiler. Pasé revista a mis últimos levantes, un músico, un profesor de filosofía, un electricista, un estudiante alemán, un psicólogo. A pesar de mi eclecticismo nunca había estado con un empresario. A través de los vidrios polarizados la ciudad se veía como una escenografía mal iluminada.

- ¿Puedo abrir la ventanilla? Tengo un poco de frío.

Tomás sonrió y apretó un botón del tablero. Me pareció que me miraba los pezones, a los que sentía en lucha contra la delgada tela de la musculosa. Acerqué la cara a la ventanilla y el aire caliente y húmedo me regresó a Buenos Aires. Tomás apagó la música, según él Frank Zappa no se llevaba bien con el ruido del tránsito.
Los manteles, las velas, el pianista, la comida, todo lo prometido estaba ahí, recordándome que yo tenía puesta una musculosa desteñida. Tomás hablaba y hablaba. No se cansaba de preguntarme si yo había estado en Frankfurt, Stuttgart, Weimar, Berlin, Hamburg, Köln. Cuando mi respuesta era afirmativa, parecía un chico con el número premiado de una rifa. ¨¿Sí? ¿Estuviste? ¡Yo también! ¿Viste qué hermosa la catedral? ¿Y la peatonal? ¿Fuiste al Kunstmuseum?¨ Me pregunté de qué hablaríamos cuando se agotara el mapa de Alemania.
Hablamos de mí. En realidad, él preguntó y yo recité el mismo discurso que venía repitiendo hacía meses. Que hacía un año había regresado a la Argentina, que me acababa de separar, que tenía algunos alumnos pero estaba buscando trabajo. ¨Yo te puedo ayudar. Tengo muchos amigos en empresas alemanas, tenés que hacerme llegar tu currículum¨. Me sentí en desventaja. El auto, el restaurante, el vino carísimo, todo eso se lo podía meter en el culo, pero el posible trabajo parecía acercarse a mi precio. No me gustó pensar así, nunca antes había pensado así.

- ¿Tomamos el café en otra parte?
- Bueno.
- El mejor café de Martínez se prepara acá cerca, a unas pocas cuadras.
- ¿Esto es Martínez? No te rías, para mí desde la General Paz hasta San Isidro es todo lo mismo.
- Porque no conocés. Tenés que venir más seguido. Yo voy a ser tu guía en zona norte, vas a ver. La próxima vez vamos a ir a un restaurante en la parte vieja de San Isidro, te va a encantar. Bueno, llegamos.
- ¿A dónde?
- A mi casa. Mi café es el mejor de Martínez.

Entramos acompañados por la mirada del hombre de la garita. ¨Ponete cómoda, ya vuelvo¨. El living era más grande que todo mi departamento. Sobre un Blüthner de media cola había cuatro portarretratos que repetían las imágenes de dos nenas rubias, en Disney, en la playa, en el colegio, en la nieve. Detrás del piano, una puerta de vidrio se abría a un jardín con pileta.
Tomás apareció con una botella de champagne y dos copas. Extra brut y del mejor, sabía elegir. ¨Se me acabó el café¨. La situación me resultó grotesca, pensé que era una lástima que yo no tuviera quince años y fuera virgen para completar la escena. Escondí las ganas de reirme dentro de la copa.
El champagne me emborrachó lo suficiente como para que no me importara nada. Me acuerdo de lo que pasó pero no tengo imágenes, como si me lo hubiesen contado. No sé, por ejemplo, cómo era la habitación, de qué color eran las sábanas, quién se desvistió primero. Sí sé que cuando le vi los hombros llenos de pecas sentí ganas de llorar y que en algún momento no podía dejar de pensar en las subordinadas adjetivas, al día siguiente tenía que darle clases a un chico de segundo año, al que no había manera de hacérselas entender. No tengo imágenes de su cuerpo desnudo, salvo las pecas, y tampoco recuerdo qué hicimos exactamente. Sé que él acabó en seguida y que yo nunca me excité. Me acuerdo con claridad del baño con venecitas azules y una bañera antigua, con patas. Me acuerdo también de un espejo enorme y muy iluminado en el que me miraba y no podía parar de reírme, tapándome la boca con las dos manos. Era graciosísimo el contraste entre las partes oscuras de mi piel y las marcas blancas de la bikini.
Dormí todo el viaje, desde Martínez hasta Caballito. Recién abrí los ojos frente a la puerta de mi departamento, con la sensación de que hacía varios minutos que Tomás estaba tratando de despertarme.

- Te llamo.
- Ahá.
- ¿Estás bien?
- Sí.
- ¿Lo pasaste bien?
- Sí, claro.
- Wiedersehen, mein Schatz.
- Chau.

jueves, 8 de mayo de 2008

La fábula de Damilú y el Oubundo

Pequeño relato de amor,
que no fue largo,
pero si duro e imborrable.

Oubundo abrió sus mierdosas fauces para devorar a la pequeña princesita Damilú que atemorizada, venia huyendo de un humanologo pederasta que intentaba violarla con el mango de una escobilla de limpiar inodoros.
Todavía temblorosa, llorando, la princesita se escondió detrás de las patas de un Gliptodonte coriacio algo putito el, pero Oubundo era terrible y todo sabia y veía. Damilú estaba en cuatro patas escondida. Oubundo le vio la colita y cambio de parecer.
—¡Papita para el Oubundo! —dijo el Oubundo, y sin pensarlo mas se abalanzo sobre la pobre y allí no mas la desvirgo, el muy chancho.
Desde entonces la princesita Damilú no hace mas que pasearse por el palacio y las calles de su reino buscando algo de tamaño oubundo, en vano les digo, porque Oubundo hay uno solo.



MORALEJA:
Si te esta por agarrar Oubundo, para que resistirse, ahora si, después no hay tamaño que te venga bien.

domingo, 4 de mayo de 2008

Las cosas de la Abuela


Yo hubiese querido quedarme con el espejo de doble hoja y con la máquina de coser. Pero los costureros chinos eran mucho más fáciles de conservar, por tener un tamaño más apropiado para guardarlos en una habitación de tres por dos como la mía. Lo mismo que los collares de cuentas de acrílico, aunque mi mamá y mi tía no permitieron que me quedara con todos. La abuela tenía muchos, muchísimos. Se los ponía para las reuniones familiares, en especial para Nochebuena porque era la única fiesta en la que se encontraba con su cuñada, la Chacha y entonces podía lucirse y dar envidia. Mamá ponía cara de circunstancia, como decía mi abuela, cuando la veía avanzar por el pasillo de entrada de casa con los collares de colores enredados en el cuello y la cartera balanceándose entre el codo y la muñeca, y las manos ocupadas por la bandeja enorme de tallarines recién amasados, tapada con prolijidad con un papel madera de los que usaban en las tintorerías. No fue fácil para mí elegir los collares, ¡eran todos tan distintos! Pero mi mamá y mi tía dijeron que sólo podía quedarme con dos o tres y que por favor eligiera los menos cascados. Me quedé con el de las piedras verdes que parecen esmeraldas, con uno bien finito de mostacillas anaranjadas y con el de cuentas rosas, que es como una serie de chicles confitados de tutti fruti engarzados en una cinta de metal plateado.
Mi mamá y mi tía separaron los costureros chinos y me los dieron como compensación por la máquina de coser. Los costureros nunca me habían interesado demasiado, la abuela tenía una colección de distintos tamaños y formas que se alineaban sobre la tapa de la máquina. Cada vez que se sentaba a coser los alborotaba y el piso del cuarto se llenaba de trapos y retazos deshilachados. La abuela fruncía la frente y bajaba las pestañas detrás de los lentes verdosos de sus anteojos de leer; los labios también se le fruncían de tanto apretar alfileres y hablar a la vez. Con los labios prensados me pedía que le pasara el carretel de hilo negro, o la tijera, o la tiza cuadrada y grasosa. Yo le hacía caso, revolvía los costureros mientras hacía reverencias frente al espejo de doble hoja y me aburría bastante. Lo único bueno era la máquina, sentarse en el taburete como una pianista y mover el pedal, sosteniendo con firmeza los recortes de tafeta que la abuela me permitía coser como premio, cuando terminaba el trabajo o cuando se aburría y se levantaba para preparar mate dulce. Por eso me hubiese gustado conservar la máquina, porque era lo único lindo que habían tenido las tardes de costura que mi mamá y mi tía me obligaban a soportar, mientras ellas salían de compras o iban a la peluquería a hacerse las uñas. Pero los costureros chinos tenían definitivamente un tamaño más adecuado para mi habitación. La máquina de coser de la abuela iría a parar a la casa su cuñada, la Chacha, igual que el espejo de doble hoja. Mi mamá quería venderlos, decía que atrás de la estación había un turco que compraba cosas viejas y pagaba precios razonables. Mi tía, en cambio, no quería saber nada de ventas, para ella lo mejor era que las cosas de la abuela quedaran en la familia. Pero mi mamá insistía en que ella ni loca se llevaba esos cachivaches, que dónde pensaba mi tía que los iba a poner, ¿de florero en mitad del living? Al final, después de mucho discutir, mi tía dijo que ella tampoco tenía espacio, y que el espejo no iba bien con los muebles de haya que mi tío había comprado de liquidación en una mueblería de Paternal.
A mí me hubiera gustado quedármelos, pero por su tamaño no podía ni pensar en que me dejaran tenerlos en mi cuarto. Por eso los mejores tesoros de la abuela se los quedó su cuñada, la Chacha, para que no se los llevase ningún extraño, para que permanecieran en la familia.

jueves, 1 de mayo de 2008

Estigma


El día que cumplió cincuenta años, Gregorio se despertó con la convicción de que tenia una enfermedad que en un año lo llevaría a la muerte.
Clelia, la esposa no le prestaba atención, estaba acostumbrada a sus manías de hipocondríaco.
Gregorio recorrió toda la cartilla de la obra social, gasto fortunas en clínicas y médicos particulares. Nadie encontró nada malo en su salud.
Tantos estudios agresivos terminaron socavando su fortaleza.
El día que cumplió cincuenta y uno, Gregorio amaneció muerto.
Clelia, la esposa, no para de recorrer todos los servicios de salud que le son posibles tratando de hacer entender a los médicos de que lo que tenia su marido, era contagioso.

lunes, 28 de abril de 2008

Fondo de Ojos


Las viejas miran la revista entre las dos, hacen una lectura conjunta y comentada y conciertan el movimiento para pasar las hojas. Son como una masa gelatinosa con dos cabezas, cuatro piernas y dos manos. Al menos eso me parece a mí, a través de las pupilas dilatadas por las gotas de Optiole al veinte por ciento que la enfermera coloca puntualmente en mis ojos cada quince minutos. Ya llevo tres aplicaciones y sigo esperando, afuera la lluvia lo complica todo, me explica la recepcionista cuando estiro el cuello tambaleante y pregunto si el doctor va a demorar mucho más. Ella también está nerviosa por la tardanza; las únicas despreocupadas son las viejas, que siguen pasando las páginas y se pelean por adivinar las identidades de caras poco famosas. Mezclan nombres de actrices con apellidos de jugadores de fútbol, arriesgan edades y parentescos y hasta aseguran conocer el costo de la fiesta que la revista describe como el casamiento del año.
Cuando llegué sólo estaban la secretaria y la enfermera. Me senté en la recepción y saqué el carné de la prepaga; eso le bastó a la secretaria para extraer de la computadora los detalles de mi consulta. Fondo de ojos, me dijo sin dejar de mirar la pantalla, ¿no vino acompañada? Usted sabe que es necesario dilatarle las pupilas y va a ver borroso por un par de horas. Sí, yo lo sabía pero no tenía opción. No podía traer a nadie al consultorio. ¿Con quién iba a venir? No con Martín, que por suerte tenía otra de sus reuniones impostergables y me despidió con un beso y con la plata para el taxi. La que sí me hubiese acompañado, feliz de la vida y todo, hubiese sido mi mamá. A ella la descarté sin pedido ni alternativa; de haber venido conmigo estaría ahora en plena charla con las viejas de la revista, agregando confusión a los nombres mezclados y aventurando cifras más osadas porque, ya se sabe, esa gente no se anda con chiquitas si se trata de festejos.
Desde el sillón de la sala de espera, el cuadro de la pared del fondo era un Cezanne, lo supe porque leí la traducción horrible impresa en el borde inferior de la lámina. “Las grandes bañistas”, o algo así; ahora no puedo leerlo, las letras desfiguradas tiemblan debajo del azul también borroneado de la laguna en la que varias mujeres toman un baño. Con las primeras dos gotas de Optiole, las bañistas empezaron a derretirse, se desdibujaron los límites y las carnes desnudas se fundieron en algunos puntos. Quince minutos más y una nueva dosis hizo que el pelo suelto de la que se inclina en primer plano cayera sobre los pechos de la que se sienta en medio de la escena. Las poses tomaron otro matiz, casi erótico. Pero entonces llegaron las viejas y fue como si un dedo frío hubiese tocado la superficie del charco: círculos concéntricos, perfectos, quebraron la fantasía provocada por la midriasis. Las viejas entraron quejándose de la tormenta, sacudieron los paraguas y preguntaron si el doctor podría atenderlas sin turno. Después pasaron a la sala de espera y yo sentí el peligro de conversación inevitable. Pero esta chica está peor que yo, dijo la más alta mientras la otra la ayudaba a sentarse y enseguida tomaba la revista. Me salvaron las páginas hinchadas por la humedad del revistero de madera.
Afuera la lluvia lo complica todo, aunque no creo que tenga la culpa de que Enrique no llegue. Los miércoles el doctor Enrique Soria toma clases de tenis hasta las cuatro y a más tardar a las cinco ya está en la consulta, por eso la secretaria reparte los turnos a partir de las cinco y cuarto. Pero son las seis y media y Enrique no llega, igual que el día en que empezó todo. También era miércoles y también llovía, una lluvia abundante como la de esta tarde nos complicaba la clase de tenis y la salida del club y el tránsito hasta el consultorio, adonde Enrique se me propuso ir cuando la vista empezó a fallarme. Es como un flash visto con el rabillo del ojo, le dije; como cuando se quema el final de la película en la pantalla del cine. Tendría que hacerte un fondo de ojos, me contestó, pero al consultorio nunca llegamos y eso no fue culpa de la lluvia, fue culpa de las manos de Enrique que en cada semáforo se deslizaban entre mis rodillas y me hacían suspirar. Después, todos los miércoles fueron parecidos, la excusa del tenis mezclada con la de mi vista con destellos y el turno de las cinco y cuarto que no llegaba a concretarse. Así hasta que un miércoles se acabaron las clases de tenis y empezaron mis llamadas nerviosas a su celular, mis charlas con el contestador y con la secretaria, que no me daba más datos que los turnos disponibles. Mire señora, le puedo ofrecer el miércoles próximo, a las cinco y cuarto.
¿Una mentita, querida? La mitad derecha de las viejas combinadas estira la mano y me ofrece un caramelo. Una mano enorme, cada vez más cercana y cada vez más borrosa, termina en una punta blancuzca y con olor a menta. Acepto, aún conociendo el riesgo de que la revista esté peligrosamente más baja; las cabezas de gelatina se inclinan, inquisidoras, listas para el ataque. ¿Y vos, querida, a qué te dedicás? Les explico sin ganas que doy clases de tenis. Qué bien… ¿y sos casada? Prefiero adelantarme y darles también siguiente respuesta. Sin hijos todavía, claro.
Claro que sin hijos, si con Martín vivimos en mundos distintos, difícil tener un hijo con alguien que está en otro mundo. Con Enrique en cambio, era otra cosa. Con Enrique no hacía falta vivir en el mismo mundo, nada más hacía falta ir los miércoles al club y jugar al tenis y retrasar sin remordimientos el turno de las cinco y cuarto.
La enfermera entra a tiempo de evitar una nueva pregunta de las viejas. La enfermera es una enorme bola blanca, el maquillaje corrido no debe ser producto de las gotas, la boca de payaso me dice que el doctor Soria está retrasado, que no va a poder llegar al consultorio. Usted sabe, la lluvia que lo complica todo. Las viejas protestan pero no escucho sus lamentos. No oigo, no veo, no siento. Apenas distingo las manos de la enfermera, que me toma del brazo y me guía a través del pasillo; y con gentileza me deposita en la puerta de calle, en mitad de la noche distorsionada por la tormenta y las gotitas de Optiole.

jueves, 24 de abril de 2008

Instantánea

Quise recortar tu foto. Borde inferior, borde derecho, borde superior, borde izquierdo. Algo estaba torcido, algo me molestaba. Volví a cortar. Borde inferior, borde derecho, borde superior, borde izquierdo.
Te miré. Aunque a decir verdad, ya no te estaba mirando a vos, miraba los bordes. No lograba que estuvieran derechos. Me puse nerviosa, ya conocés esa ansiedad que siempre me domina en momentos así. Me temblaban las manos, la tijera, la foto.
Corté otra vez pero quedó todavía peor. Tuve que seguir emparejando. Tu imagen muy arriba, como colgando del techo y abajo todo ese espacio que fue alguna vez una mesa pero que a fuerza de tijeretazos era apenas el suburbio de una pampa color madera.
Corté el borde inferior para centrar tu imagen y hacer desaparecer esa línea marrón que parecía subrayarte. La foto se había convertido en una cinta corta y ancha. Con rabia recorté los bordes derecho e izquierdo. Una, dos, tres, tal vez incluso cuatro veces, hasta que quedó parejo.
Fue entonces que me di cuenta del desorden en tu pelo. Cuando algo te pone nervioso tenés esa horrible costumbre de pasarte las manos por la cabeza una y otra vez. Decidí cortar el borde superior un poquito, casi nada, como para disimular tu despeinado. Lástima, porque tu pelo es muy lindo. Después noté la camisa verde. Sabías que no me gustaba pero igual te la ponías. Corté con cuidado hasta hacerla desaparecer.
Tu cara sin marco alguno se me vino encima. La ceja izquierda levemente alzada para poner en duda mis palabras, la sonrisa tan tacaña para mí y tan generosa para los demás, las mejillas perfectamente afeitadas porque podías estar dos horas frente al espejo aunque el mundo se viniera abajo.
Corté. Volví a cortar. Es por eso que conservo de vos sólo tu ojo derecho y un poquito de tu nariz.

martes, 22 de abril de 2008

El lampazo

Se levantó esa mañana mal como se levantaba todas las mañanas de este último año.No estaba dispuesto una vez más, como un tonto, a comprar el diario, tomar un café con leche y medialunas con los últimos pesos que le quedaban en el bar de la esquina y leer los clasificados en busca de vaya a saber qué oportunidad salvadora.
Empezó buscando trabajo de lo poco que sabía, electromecánica, después, poco a poco, se fue conformando con ser un pobre manya papeles, por último incluso dejó de molestarle la posibilidad de ser un simple cadete, a pesar de sus cuarenta años. Ahora sólo hojeaba los clasificados en busca de la salvación, fuera la que fuera.
Se vistió pesadamente, casi sin darse cuenta, atareado pensando en lo que haría si consiguiera trabajo, un sueño, más que eso, un sueño dentro de una pesadilla, que era en lo que se estaba convirtiendo su vida.
Se puso la misma ropa del día anterior, ni nada, así era como se sentía, nada.
Hacía unos meses que estaba viviendo en la casa de su madre, no había perdido sólo su ocupación, también a su familia, por culpa de la falta de trabajo y del dinero que cada vez era más escaso habían aparecido grietas en la pareja que, poco a poco, se transformaron en insalvables y optó por irse, para que no se destruyera el poco amor que aún quedaba entre ellos. Ahora se sentía peor, un hombre joven y fuerte, dependiendo del poco dinero que traía a casa su mamá que trabajaba por horas.
Fue hasta el puesto de la esquina, compró el diario, allí a pocos metros estaba el bar de siempre, se sentó a gastar los últimos pesos que le quedaban de la indemnización. Hizo lo que se juró que no volvería a hacer, pidió un café con leche con medialunas, y se puso a leer los cada vez más flacos clasificados.
Sin abrir el periódico ya sentía sobre los hombros la derrota, sin saber porqué seguía repitiendo hábitos inútiles. Lo atrapó un aviso de los que ofrecen muchos pesos en las horas libres. Lo leyó algo distraído, pero a mitad de página sintió como una revelación y volvió atrás en su lectura. Tantos avisos de este tipo había recorrido que no se explicó porqué se detuvo y lo leyó varias veces, sintió como un resorte en su interior.
¨¡¡¡Querés tener tu propio taller de confección y fabricar!!! aprendé a tener tu propia fuente de trabajo!!!!¨, decía el clasificado, con letras negras, llamativas.
- ¡Éste, sí! - se dijo, seguro de que era de esos que prestan o alquilan las máquinas para hacer trapos de piso o rejilla. Lo volvió a leer, cada vez se convencía más, sí, estaba seguro, era la llave del éxito.
-Cuando me entreguen las máquinas, las pongo en el comedor de la vieja, ¡me tiene que aguantar! - mientras murmuraba estas cosas pensaba que llamaría a los pibes del barrio, les daría trabajo, ahora que todo estaba tan difícil no se iban a negar, no necesitaría pagarles mucho, con el hambre que había agarrarían cualquier cosa, al tiempo que ellos trabajaran él se convertiría, poco a poco, en un gran empresario del trapo de piso o rejilla, lo mismo daba, mientras los pibes trabajaran él se podría dedicar a lo suyo. No tuvo ninguna duda.
Pagó su desayuno, dejó una buena propina, no era cosa de pasar por miserable ahora que todo iba a funcionar, dobló en cuatro el diario, se lo puso debajo del brazo y salió dispuesto a conquistar el mundo. Antes de que llegara a la puerta, el gallego lo llamó.
- ¡Oiga, hombre, se olvidó el vuelto!
- Guardalo, gallego, es para vos -dijo ya un poco agrandado.
El dueño del bar se encogió de hombros y se guardó el dinero en el bolsillo.
El colectivo hacía rato que no venía, la cola era de media cuadra, pero no le importaba mucho la espera, se sentía pletórico porque intuía que todo iba a cambiar.
Pensaba dedicarse a lo que siempre le había gustado, reparar ascensores, era lo que lo había llevado a estudiar electromecánica, soportando todos esos años en el industrial, con unos compañeros de mierda y unos profesores que no dejaban de tomarle el pelo, hasta el punto que todos, hasta los docentes, lo llamaban "el ascensorista".
El apodo nació una tarde durante los primeros meses de clases, allá por primer año. En un recreo, se había puesto a explicarle a Morelli, un compañero petiso y rechoncho, sobre la posibilidad de dedicarse a reparar ascensores. Estaba contento de haber encontrado alguien que escuchara su proyecto, Morelli era el único al que faltaba contárselo. En ese momento pasó el profesor de historia y sin mirarlo dijo en voz alta: ¨¡quinto piso, lenceríaaa!¨, provocando la risa de todos sus compañeros. A partir de allí todos lo llamaron ¨el ascensorista¨. Nunca pudo superar el odio a ese profesor ni a sus compañeros, que no paraban de hacerle la vida imposible.
-Por favor, Andrade, me va a buscar el borrador a secretaría - decía el profesor de matemáticas.
- Que vaya este, que con el ascensor hace más rápido - decía Andrade, desatando la risa de todos en la clase.
Mientras él se ponía colorado y se imaginaba las más terribles de las venganzas, como que algún día, algunos de ellos se quedaría encerrado en un ascensor y él tendría que rescatarlo, allí sí sería él quien reiría, lo dejaría encerrado un rato largo, disfrutando de los gritos de miedo que saldrían desde dentro del ascensor.
Reflexionaba en todo esto cuando llegó el colectivo, pidió permiso entre los de la fila que ya no iban a subir, dio algunos empujones y se colgó del pasamanos, apoyándose en el primer escalón del estribo.
-A ver si se corren un poquito -grito desde donde estaba, tratando de sostenerse fuerte con las dos manos mientras intentaba que no se le cayera el diario, en eso se le iba el futuro.
Así, colgado en el estribo del colectivo y con sus pensamientos en otro lado, no se dio cuenta de lo cargado que estaba el tráfico.
-No, reparación no, mejor una fábrica de ascensores. - pensaba, ya que a esa altura tendría armado todo un taller de trapos.
Se veía pasearse orgulloso con su ropa de marca entre los pibes que estaban dándole a las máquinas, controlando la producción, pibe que no produce pibe que se va para la casa. O se imaginaba llegando en su auto importado con una flor de mina al restaurante más caro de Buenos Aires, tirándole unos billetes de propina al pibe que estaciona los autos y dejando que le abrieran la puerta para entrar donde pocos pueden hacerlo.
El colectivo fue a pasar junto a un camión estacionado, muy cerca y a alta velocidad.
Y los pibes meta trapo y meta trapo y el meta joda y meta joda.
Sintió que le tiraban de la ropa desde arriba del colectivo y que gritaban algo que no llegó a entender. Lo último que vio fue la culata de un camión que se le venía encima y se dio cuenta de que ya no habría ni trapos, ni pibes trabajando, ni lujos, ni placeres.
-¡La puta madre! - llego a decir, nada más.