domingo, 4 de mayo de 2008

Las cosas de la Abuela


Yo hubiese querido quedarme con el espejo de doble hoja y con la máquina de coser. Pero los costureros chinos eran mucho más fáciles de conservar, por tener un tamaño más apropiado para guardarlos en una habitación de tres por dos como la mía. Lo mismo que los collares de cuentas de acrílico, aunque mi mamá y mi tía no permitieron que me quedara con todos. La abuela tenía muchos, muchísimos. Se los ponía para las reuniones familiares, en especial para Nochebuena porque era la única fiesta en la que se encontraba con su cuñada, la Chacha y entonces podía lucirse y dar envidia. Mamá ponía cara de circunstancia, como decía mi abuela, cuando la veía avanzar por el pasillo de entrada de casa con los collares de colores enredados en el cuello y la cartera balanceándose entre el codo y la muñeca, y las manos ocupadas por la bandeja enorme de tallarines recién amasados, tapada con prolijidad con un papel madera de los que usaban en las tintorerías. No fue fácil para mí elegir los collares, ¡eran todos tan distintos! Pero mi mamá y mi tía dijeron que sólo podía quedarme con dos o tres y que por favor eligiera los menos cascados. Me quedé con el de las piedras verdes que parecen esmeraldas, con uno bien finito de mostacillas anaranjadas y con el de cuentas rosas, que es como una serie de chicles confitados de tutti fruti engarzados en una cinta de metal plateado.
Mi mamá y mi tía separaron los costureros chinos y me los dieron como compensación por la máquina de coser. Los costureros nunca me habían interesado demasiado, la abuela tenía una colección de distintos tamaños y formas que se alineaban sobre la tapa de la máquina. Cada vez que se sentaba a coser los alborotaba y el piso del cuarto se llenaba de trapos y retazos deshilachados. La abuela fruncía la frente y bajaba las pestañas detrás de los lentes verdosos de sus anteojos de leer; los labios también se le fruncían de tanto apretar alfileres y hablar a la vez. Con los labios prensados me pedía que le pasara el carretel de hilo negro, o la tijera, o la tiza cuadrada y grasosa. Yo le hacía caso, revolvía los costureros mientras hacía reverencias frente al espejo de doble hoja y me aburría bastante. Lo único bueno era la máquina, sentarse en el taburete como una pianista y mover el pedal, sosteniendo con firmeza los recortes de tafeta que la abuela me permitía coser como premio, cuando terminaba el trabajo o cuando se aburría y se levantaba para preparar mate dulce. Por eso me hubiese gustado conservar la máquina, porque era lo único lindo que habían tenido las tardes de costura que mi mamá y mi tía me obligaban a soportar, mientras ellas salían de compras o iban a la peluquería a hacerse las uñas. Pero los costureros chinos tenían definitivamente un tamaño más adecuado para mi habitación. La máquina de coser de la abuela iría a parar a la casa su cuñada, la Chacha, igual que el espejo de doble hoja. Mi mamá quería venderlos, decía que atrás de la estación había un turco que compraba cosas viejas y pagaba precios razonables. Mi tía, en cambio, no quería saber nada de ventas, para ella lo mejor era que las cosas de la abuela quedaran en la familia. Pero mi mamá insistía en que ella ni loca se llevaba esos cachivaches, que dónde pensaba mi tía que los iba a poner, ¿de florero en mitad del living? Al final, después de mucho discutir, mi tía dijo que ella tampoco tenía espacio, y que el espejo no iba bien con los muebles de haya que mi tío había comprado de liquidación en una mueblería de Paternal.
A mí me hubiera gustado quedármelos, pero por su tamaño no podía ni pensar en que me dejaran tenerlos en mi cuarto. Por eso los mejores tesoros de la abuela se los quedó su cuñada, la Chacha, para que no se los llevase ningún extraño, para que permanecieran en la familia.

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