viernes, 16 de mayo de 2008

Mala Noche


Era jueves y era verano. En unas horas debía levantarme para darles clase de lógica a un grupo de adolescentes crueles; necesitaba dormir un poco antes de enfrentarlos pero seguía dando vueltas entre las sábanas arrugadas, la fiesta en el piso de arriba parecía estar lejos de terminar. El techo retumbaba como el parche de un bombo y el calor me ahogaba porque había apagado el ventilador para dejar de imaginar que las paletas metálicas se desprendían a causa de los golpes, y rebanaban mi cuerpo en porciones inciertas. El calor no era bueno para dormir; el calor era una mala combinación con los ruidos y con la rabia que apenas podía controlar.
A las tres de la mañana decidí subir, alguien golpeaba la baranda del balcón con una cuchara o alguna otra cosa parecida y a mi pretendida amplitud de criterio se le fueron las últimas dudas: la gente de arriba se estaba pasando del límite. Sin encender la luz capturé una remera con los dedos y en mi camino hasta la puerta me calcé las ojotas y unos bermudas. Me costó encontrar las llaves y la demora aumentó el calor y la impaciencia; para cuando subí el último escalón hasta el piso de arriba había perdido los últimos restos de tolerancia. Toqué el timbre varias veces pero nadie respondió, la música lo tapaba todo y empecé a preguntarme si había sido buena la idea de subir. Me di vuelta y miré la puerta del fondo, cerrada y silenciosa, tan ajena al escándalo que odié a los que adentro estarían durmiendo sin problemas. Somníferos, seguramente.
Dos timbres más y la puerta empezó a ceder, lenta como si desde adentro la moviera un mecanismo a motor. Pero no, era una mano enorme lo que movía la puerta, una mano que parecía aislada del cuerpo también enorme al que pertenecía. El efecto de independencia de la mano se potenciaba porque el gigante tenía la cabeza vuelta hacia adentro del departamento y hablaba con alguien a los gritos. La mano seguía firmemente unida al picaporte, aunque la hoja de la puerta ya había completado su recorrido de apertura. Miré al gigante desde mi altura, cada vez más pequeña y arrepentida, y pensé en retroceder; tal vez si daba un paso hacia atrás con el cuidado suficiente, podría alcanzar la escalera sin que él lo notara. Y quién sabe, entre tanta música y tanto ruido, los timbrazos podrían pasar por una confusión; el gigante se encogería de hombros y volvería a la fiesta sin demasiado conflicto. Pero era tarde, la cabeza del gigante giró con agobio y sus ojos hinchados intentaban adaptarse al resplandor del foco que amarilleaba el pasillo. Soy la vecina del piso de abajo, dije sin mucha convicción, ¿vos vivís acá? La pregunta era inútil porque yo sabía que no, que mi vecino del piso de arriba era un rubio flaco y apocado que vivía con el hermano que era un poco más corpulento, pero no tanto como ese gigante. El gigante abrió la boca y con la mirada todavía clavada en el foco gritó, Ariel, Ariel es para vos. Dicho lo cual soltó el picaporte y adelantó su manaza hasta mi hombro. Pasá, flaca, pasá que está todo bien acá adentro, dijo y desde el hombro sentí el impulso que me hacía cruzar el umbral sin quererlo. Pasá, pasá, repetía y yo pasaba por debajo de su mirada desenfocada y de su olor a alcohol. La puerta volvió a cerrarse y el gigante se perdió en la penumbra del salón con el mismo ritmo pasmoso con el que me había hecho entrar. Por no quedarme sola en el hall, lo seguí arrastrando las ojotas. El gigante no me había mentido, ahí adentro estaba todo bien, la música aturdía pero la gente se veía tranquila, charlaban sentados en los almohadones salpicados en el piso, o movían la cabeza al ritmo de la música, o simplemente clavaban la vista en la lámpara de cristal que adornaba el techo. Yo era la única de pie, la única desencajada, la única para quien no estaba todo bien.
Me sentí tan incómoda que seguí avanzando sin tener muy en claro para qué. El departamento de arriba era mucho más grande que el mío, después de la sala seguía un pasillo estrecho que se abría a una habitación enorme y sin muebles. Me pregunté como haría mi vecino para vivir en un lugar tan grande y tan despojado, y pensé que quizá toda esa gente no fueran invitados, tal vez estarían allí como parte del mobiliario, siempre reunidos y siempre de fiesta, aunque yo solo los escuchara en noches de verano, en las que el calor me obligaba a dormir con la ventana abierta. Las personas que encontré en la segunda habitación también se veían como un decorado, solo que ahí estaban todos parados, apoyados contra las paredes o en islas desparejas que flotaban sobre el piso de pinotea. Estaba ya por volver sobre mis pasos cuando me pareció ver en el grupo más alejado a la pelirroja del octavo “D”; la luz era mala y un chorro de sombra le daba justo en mitad de la cara pero era ella, los hombros huesudos y el pelo rojo como una esponja seca alrededor de la cabeza eran inconfundibles. Debajo de la sombra podía imaginarme su acre semblante. Jamás me devolvía el saludo cuando me la cruzaba en la puerta de entrada del edificio, y si nos veíamos obligadas a compartir el apretado espacio del ascensor, la pelirroja del octavo “D” no quitaba la vista de la manija de la puerta plegable, como si cada segundo de mi presencia fuese un castigo. Siempre creí que ella era así con todos los vecinos, una de esas personas que viven enojadas con el resto sin que medie ningún motivo aparente. Pero la pelirroja era una invitada más en la fiesta de mi vecino de arriba, charlaba en el centro de su grupo y hasta parecía que, debajo de la sombra, en su cara era posible la mueca de una sonrisa. Pensé que si seguía buscando podría encontrar a la vieja hermética de planta baja o hasta a los del departamento del fondo, que por esa noche cambiaban los somníferos por un vaso de cerveza para sumarse también al festejo.
Lo mejor era no mirar, pero ya había llegado hasta ahí y no podía irme sin encontrar a mi vecino, no quería bajar sin descargar un poco mi indignación. Entonces advertí que al final del cuarto había una cortina oscura, pesada y gruesa como el telón de un escenario, que cortaba el paso hacia el balcón. Noté que de allí venían la música y el ruido. Detrás de la cortina estaba la fiesta, detrás de la cortina estaría Ariel, ajeno a mi ridícula presencia en su casa. Me acerqué y dudé un poco, me daba miedo correr el paño y quedar a merced de la mirada de los del balcón. Entonces me convencí de que todo el asunto era estúpido: pasar la cortina y pedir con un hilo de voz que por favor bajaran la música, era inútil. Ya estaba bien, ya era momento de volver a casa, sacarme las bermudas y meterme en la cama, mirar las paletas del ventilador un par de horas más y después tomar un café bien negro antes de salir a dar clases. Eso mismo hubiese hecho si la cortina no se hubiera abierto en ese instante. Como en una pesadilla sentí los ojos de mucha gente sobre mí. Pasá flaca, pasá que está todo bien, decía otra vez el gigante de la entrada, y con su mano gigante me empujaba desde la mitad exacta de mi espalda. Fue como si por un segundo la gente del balcón hubiese dejado todo para mirarme, para ver mi remera vieja y los bermudas estampadas con palmeras, el pelo revuelto por el insomnio y la cara pálida y las ojeras. La pelirroja debe haberse estremecido de placer. Pasó el segundo y todo el mundo siguió con lo suyo: bailar, gritar, saltar, azotar la baranda del balcón con una cuchara. Sentado en el borde de una maceta, Ariel era el único que seguía mirándome. En la mano tenía una copa, champagne, sin dudas, pensé cuando vi las burbujas en sus ojos. Ariel me miraba y levantaba su copa, y en sus labios pude leer, salud, vecina.

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