domingo, 13 de julio de 2008

Confesión


Cuando tenía cuatro o cinco años sufría de terrores nocturnos. Y de insomnio, que era lo peor. Mi abuela, la única persona creyente y devota que quedaba en mi familia, me había enseñado a rezarle al ángel de la guarda para pedirle protección. Entonces todas las noches, apenas me metía en la cama, juntaba las manos y le pedía a mi ángel que me hiciera dormir pronto, se lo pedía y después repetía veinticinco veces “por favor”. Eso no me lo había dicho mi abuela, me lo inventé yo y me parecía que era una buena fórmula para que mi pedido llegase a buen puerto. Pero se ve que no, porque casi nunca se me cumplía; pasaba horas despierta y alucinando cosas terribles, con caminos de lágrimas que iban desde el rabillo del ojo hasta las orejas y me mojaban el pelo y la almohada.
Había muchas cosas que me torturaban, pero el tema más recurrente era el de la muerte. No por el hecho de morirme y que se terminara todo; no, esos temores llegaron varios años más tarde. Lo que me preocupaba en ese entonces en relación a la muerte era cómo podía llegar a repercutir en mi familia. Me imaginaba a todos en el camino del cielo y mi terror era que a alguno no lo dejasen entrar y lo mandaran para abajo. La angustia que me provocaban estas visiones (yo entrando en el cielo y el resto desde abajo tendiéndome las manos pidiendo ayuda, devorados por las llamas) era una tenaza oxidada apretándome la garganta. Cuando no podía soportarlo más y después de mucho decidirlo, me salía un hilito de voz:

—Máaa…

Nada. Silencio absoluto, o las aspas del ventilados silbando en el bochorno de mi cuarto.

—Maaaami…

No había caso, mi mamá dormía a pata suelta. A mi papá lo habían operado de la vesícula, nosotros no entendíamos nada entonces, pero parece que la cosa se había complicado y estuvo muy grave. Cuando empezó a recuperarse lo dejaron volver a casa, pero lo que vino no se parecía en nada a mi papá. Estaba en los huesos, con un color amarillento como el de las hojas de esos blocks que descansaban la vista. Nosotros le teníamos un miedo bárbaro, lo mirábamos de lejos y nos negábamos a darle un beso. Mi mamá hacía de enfermera; papá tenía una sonda que no debía infectarse, no podía ir al baño y había que atenderlo todo el tiempo. Era lógico que cuando papá se dormía, mi mamá cayera como en un desmayo del que sólo salía cuando una mano a su lado le tocaba el brazo y se escuchaba ¡Carmen! con esa voz que a mi papá se le había vuelto ronca.
Una noche en que la angustia era insoportable, me levanté y caminé de puntitas hasta la puerta de mi cuarto, pero no me animé a salir de los límites difusos de claridad que proyectaba el velador desde mi mesa de noche. Entonces tuve la idea, la cuna de mi hermana estaba a medio paso de donde me había parado, bastó con que alargara el brazo y lo metiera en las profundidades donde mi hermana dormía como un angelito. Enseguida llegó el berrido, el corazón se me aceleró y de un salto ya estaba adentro de mi cama, justo antes de que mamá apareciera en la puerta para consolar al bebé, que lloraba a lágrima viva. Esa era mi oportunidad, mamá no tenía más remedio que sentarse en mi cama con mi hermana en brazos y esperar a que las dos nos durmiéramos. Yo cerraba muy fuerte los ojos y conservaba la imagen de sus ojeras violetas y pronunciadas y su cara de nada.
Desde esa noche esto se convirtió en mi táctica secreta anti terror. En mi descargo podría decir que recurría a ella sólo cuando me las veía bien feas, pero no sé si es una buena razón para alivianar la pena que merece esta confesión.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ME ENCANTO