lunes, 28 de abril de 2008

Fondo de Ojos


Las viejas miran la revista entre las dos, hacen una lectura conjunta y comentada y conciertan el movimiento para pasar las hojas. Son como una masa gelatinosa con dos cabezas, cuatro piernas y dos manos. Al menos eso me parece a mí, a través de las pupilas dilatadas por las gotas de Optiole al veinte por ciento que la enfermera coloca puntualmente en mis ojos cada quince minutos. Ya llevo tres aplicaciones y sigo esperando, afuera la lluvia lo complica todo, me explica la recepcionista cuando estiro el cuello tambaleante y pregunto si el doctor va a demorar mucho más. Ella también está nerviosa por la tardanza; las únicas despreocupadas son las viejas, que siguen pasando las páginas y se pelean por adivinar las identidades de caras poco famosas. Mezclan nombres de actrices con apellidos de jugadores de fútbol, arriesgan edades y parentescos y hasta aseguran conocer el costo de la fiesta que la revista describe como el casamiento del año.
Cuando llegué sólo estaban la secretaria y la enfermera. Me senté en la recepción y saqué el carné de la prepaga; eso le bastó a la secretaria para extraer de la computadora los detalles de mi consulta. Fondo de ojos, me dijo sin dejar de mirar la pantalla, ¿no vino acompañada? Usted sabe que es necesario dilatarle las pupilas y va a ver borroso por un par de horas. Sí, yo lo sabía pero no tenía opción. No podía traer a nadie al consultorio. ¿Con quién iba a venir? No con Martín, que por suerte tenía otra de sus reuniones impostergables y me despidió con un beso y con la plata para el taxi. La que sí me hubiese acompañado, feliz de la vida y todo, hubiese sido mi mamá. A ella la descarté sin pedido ni alternativa; de haber venido conmigo estaría ahora en plena charla con las viejas de la revista, agregando confusión a los nombres mezclados y aventurando cifras más osadas porque, ya se sabe, esa gente no se anda con chiquitas si se trata de festejos.
Desde el sillón de la sala de espera, el cuadro de la pared del fondo era un Cezanne, lo supe porque leí la traducción horrible impresa en el borde inferior de la lámina. “Las grandes bañistas”, o algo así; ahora no puedo leerlo, las letras desfiguradas tiemblan debajo del azul también borroneado de la laguna en la que varias mujeres toman un baño. Con las primeras dos gotas de Optiole, las bañistas empezaron a derretirse, se desdibujaron los límites y las carnes desnudas se fundieron en algunos puntos. Quince minutos más y una nueva dosis hizo que el pelo suelto de la que se inclina en primer plano cayera sobre los pechos de la que se sienta en medio de la escena. Las poses tomaron otro matiz, casi erótico. Pero entonces llegaron las viejas y fue como si un dedo frío hubiese tocado la superficie del charco: círculos concéntricos, perfectos, quebraron la fantasía provocada por la midriasis. Las viejas entraron quejándose de la tormenta, sacudieron los paraguas y preguntaron si el doctor podría atenderlas sin turno. Después pasaron a la sala de espera y yo sentí el peligro de conversación inevitable. Pero esta chica está peor que yo, dijo la más alta mientras la otra la ayudaba a sentarse y enseguida tomaba la revista. Me salvaron las páginas hinchadas por la humedad del revistero de madera.
Afuera la lluvia lo complica todo, aunque no creo que tenga la culpa de que Enrique no llegue. Los miércoles el doctor Enrique Soria toma clases de tenis hasta las cuatro y a más tardar a las cinco ya está en la consulta, por eso la secretaria reparte los turnos a partir de las cinco y cuarto. Pero son las seis y media y Enrique no llega, igual que el día en que empezó todo. También era miércoles y también llovía, una lluvia abundante como la de esta tarde nos complicaba la clase de tenis y la salida del club y el tránsito hasta el consultorio, adonde Enrique se me propuso ir cuando la vista empezó a fallarme. Es como un flash visto con el rabillo del ojo, le dije; como cuando se quema el final de la película en la pantalla del cine. Tendría que hacerte un fondo de ojos, me contestó, pero al consultorio nunca llegamos y eso no fue culpa de la lluvia, fue culpa de las manos de Enrique que en cada semáforo se deslizaban entre mis rodillas y me hacían suspirar. Después, todos los miércoles fueron parecidos, la excusa del tenis mezclada con la de mi vista con destellos y el turno de las cinco y cuarto que no llegaba a concretarse. Así hasta que un miércoles se acabaron las clases de tenis y empezaron mis llamadas nerviosas a su celular, mis charlas con el contestador y con la secretaria, que no me daba más datos que los turnos disponibles. Mire señora, le puedo ofrecer el miércoles próximo, a las cinco y cuarto.
¿Una mentita, querida? La mitad derecha de las viejas combinadas estira la mano y me ofrece un caramelo. Una mano enorme, cada vez más cercana y cada vez más borrosa, termina en una punta blancuzca y con olor a menta. Acepto, aún conociendo el riesgo de que la revista esté peligrosamente más baja; las cabezas de gelatina se inclinan, inquisidoras, listas para el ataque. ¿Y vos, querida, a qué te dedicás? Les explico sin ganas que doy clases de tenis. Qué bien… ¿y sos casada? Prefiero adelantarme y darles también siguiente respuesta. Sin hijos todavía, claro.
Claro que sin hijos, si con Martín vivimos en mundos distintos, difícil tener un hijo con alguien que está en otro mundo. Con Enrique en cambio, era otra cosa. Con Enrique no hacía falta vivir en el mismo mundo, nada más hacía falta ir los miércoles al club y jugar al tenis y retrasar sin remordimientos el turno de las cinco y cuarto.
La enfermera entra a tiempo de evitar una nueva pregunta de las viejas. La enfermera es una enorme bola blanca, el maquillaje corrido no debe ser producto de las gotas, la boca de payaso me dice que el doctor Soria está retrasado, que no va a poder llegar al consultorio. Usted sabe, la lluvia que lo complica todo. Las viejas protestan pero no escucho sus lamentos. No oigo, no veo, no siento. Apenas distingo las manos de la enfermera, que me toma del brazo y me guía a través del pasillo; y con gentileza me deposita en la puerta de calle, en mitad de la noche distorsionada por la tormenta y las gotitas de Optiole.

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