miércoles, 22 de abril de 2009

El traje de mi padre


Papá llevaba la ropa como la llevan los nenes, se notaba que había sido elegida por otros, que incluso hasta se la habían puesto. En la elección de los colores reconocí a Mariela, la camisa azul, el chaleco bordó, quién sino mi hermana podía escoger esa combinación para papá. ¿Estás contento?, le dije cerca de medianoche. Asintió con la cabeza, sonriendo. No tenía puesto el audífono. ¿Te gusta la fiesta?, insistí acercándome a su oreja izquierda. ¡Muy linda, muy linda!, dijo y me palmeó la espalda. Ésa era su forma de demostrar afecto, con palmaditas como las que se le dedican a los perros cuando dan la pata.
La tía Susy trajo la torta, cinco kilos de bizcochuelo bañado en chocolate sobre el que ardían los números ocho y cero. Con buen tino Mariela había convencido a la tía para que no pusiera ochenta velitas. ¿Vos querés que el viejo se muera el día de su cumpleaños?, le había dicho y la tía Susy se persignó y aceptó el cambio de plan. ¡Tres deseos, Marcos, no te olvides de los tres deseos! Sentí un escozor, no lograba imaginar qué deseos podría pedir mi padre.
Juanjo tocaba mal la guitarra, pero esta vez agradecí que la hubiera traído. Como siempre, hizo un par de rasguidos, puso cara de desagrado y empezó a manipular las clavijas para afinarla. Nunca entendí por qué la guitarra estaba siempre desafinada. Atajate ésta, Marcos, dijo Juanjo y arrancó con el tango Volver. A papá le brillaron los ojos, se levantó de la silla, cruzó el living y se paró junto a Juanjo que después de Volver, siguió tocando tangos, uno tras otro. Al tercero, papá cantaba a los gritos, siempre fue desentonado pero con la sordera y el vino parecía una caricatura de sí mismo. ¡Otra, otra!, coreábamos todos como si el dúo necesitara algún estímulo para seguir con el repertorio gardeliano.
Después de El día que me quieras, papá desapareció y Juanjo aprovechó para guardar la guitarra. Mariela trajo café, aunque la mayoría de nosotros preferíamos seguir con el alcohol. Papá tardaba en regresar, la próstata lo obligaba a ir al baño a cada rato, así que no me preocupé. ¿Dónde se metió el viejo?, me preguntó Mariela, pero no tuve tiempo de decir nada, la entrada de papá vestido con el traje que había usado en su casamiento me enmudeció.
Miren, dijo en voz alta, ¡tiene más de cincuenta años y está como nuevo! Salvo Mariela y yo, los demás no entendían de qué se trataba. Con éste me casé, dijo acariciando las solapas, a medida me lo hicieron. Más de cincuenta años y me queda pintado. ¡Pesás lo mismo que a los treinta!, se asombró mi primo Oscar que engordó veinte kilos desde que se casó. Pintado me queda, repitió papá. Pensé que si mamá hubiera estado viva, no habría podido ponerse el vestido de novia. Si bien no era gorda, con los años había perdido cintura y ganado caderas. Me miré en el reflejo de la ventana, todo indicaba que yo seguiría los pasos maternos.
Pintado me queda, dijo una vez más. Los hombros armados del traje no hacían sino resaltar su cuello de tortuga, la cara angulosa, las mejillas chupadas, el pelo blanco y escaso. Supe que alguna vez, y no faltaba mucho, lo velaríamos con ese traje y sentí ganas de llorar. Te queda muy bien, papá, estás muy elegante, le dije y le di unas palmadas en la espalda.