jueves, 24 de julio de 2008

Lo que mi vecina gorda no entiende


La culpa es mía, para qué le di calce, cuando se mudó acá al lado parecía inofensiva, tan mosquita muerta, tan poca cosa, parecía estar pidiendo permiso para todo, para usar el teléfono, para invitarme a tomar un té, para respirar... y ahora no sé cómo sacármela de encima, por qué no se ocupa de sus cosas, por qué no se mira al espejo, cada vez más gorda, cada vez más fea y ridícula, pavoneándose con sus pequeños logros, sus logros de mierda, un viaje a Europa, un gato siamés castrado y panzón como ella, un par de zapatos carísimos. Y cada vez más gorda, más fea y más pelotuda, seguro que le tiene ganas a Carlos, pero él nunca se fijaría en una mina así, por mí, se lo presto, se lo entrego envuelto en celofán, si total Carlos siempre vuelve, siempre, y me trae flores y me acaricia el pelo y me deja tranquila con mis óleos y mis bastidores mientras cocina y canta ¨fu ni cu lí fu ni cu lᨠy yo pinto y pinto y lo oigo cantar canzonetas y sigo pintando mis cuadritos, así les dice él, cuadritos, aunque los bastidores midan un metro veinte el hijo de puta los llama cuadritos, pero después cocina y canta y me trae flores, pero la gorda eso no lo entiende, qué va a entender si no tiene a nadie, si se muere de envidia, por eso habla mal de Carlos, porque no lo conoce, no sabe que la única vez que no volvió, lo esperé comiendo un kilo de dulce de leche, a cucharadas, mirando la tele, un kilo entero, una cucharada atrás de otra, me daban arcadas pero seguí, una cucharada atrás de otra hasta terminar un kilo de dulce de leche mezclado con veneno para ratas, y al final Carlos volvió y lloró y me acarició el pelo y me pidió perdón y se quedó todo el tiempo conmigo en el hospital agarrándome la mano y me trajo flores y no cantó porque en los hospitales no se puede cantar.

jueves, 17 de julio de 2008

El trueno entre las hojas

(a la Coca)
Todo esta en su lugar, menos Armando.
Isabel esta sentada a la mesa, juega con las migas que quedaron de la cena, extraña. Con el dedo las va reuniendo en un montoncito junto al plato vacío y luego vuelve a desordenarlas.En la cocina el calor del horno hace de estufa. En el comedor el televisor encendido es la música de fondo. El perro duerme acostado bajo la mesa. En el parque los animales ignoran su angustia. Llora.
Afuera el tráfico sigue a pesar de todo.

domingo, 13 de julio de 2008

Confesión


Cuando tenía cuatro o cinco años sufría de terrores nocturnos. Y de insomnio, que era lo peor. Mi abuela, la única persona creyente y devota que quedaba en mi familia, me había enseñado a rezarle al ángel de la guarda para pedirle protección. Entonces todas las noches, apenas me metía en la cama, juntaba las manos y le pedía a mi ángel que me hiciera dormir pronto, se lo pedía y después repetía veinticinco veces “por favor”. Eso no me lo había dicho mi abuela, me lo inventé yo y me parecía que era una buena fórmula para que mi pedido llegase a buen puerto. Pero se ve que no, porque casi nunca se me cumplía; pasaba horas despierta y alucinando cosas terribles, con caminos de lágrimas que iban desde el rabillo del ojo hasta las orejas y me mojaban el pelo y la almohada.
Había muchas cosas que me torturaban, pero el tema más recurrente era el de la muerte. No por el hecho de morirme y que se terminara todo; no, esos temores llegaron varios años más tarde. Lo que me preocupaba en ese entonces en relación a la muerte era cómo podía llegar a repercutir en mi familia. Me imaginaba a todos en el camino del cielo y mi terror era que a alguno no lo dejasen entrar y lo mandaran para abajo. La angustia que me provocaban estas visiones (yo entrando en el cielo y el resto desde abajo tendiéndome las manos pidiendo ayuda, devorados por las llamas) era una tenaza oxidada apretándome la garganta. Cuando no podía soportarlo más y después de mucho decidirlo, me salía un hilito de voz:

—Máaa…

Nada. Silencio absoluto, o las aspas del ventilados silbando en el bochorno de mi cuarto.

—Maaaami…

No había caso, mi mamá dormía a pata suelta. A mi papá lo habían operado de la vesícula, nosotros no entendíamos nada entonces, pero parece que la cosa se había complicado y estuvo muy grave. Cuando empezó a recuperarse lo dejaron volver a casa, pero lo que vino no se parecía en nada a mi papá. Estaba en los huesos, con un color amarillento como el de las hojas de esos blocks que descansaban la vista. Nosotros le teníamos un miedo bárbaro, lo mirábamos de lejos y nos negábamos a darle un beso. Mi mamá hacía de enfermera; papá tenía una sonda que no debía infectarse, no podía ir al baño y había que atenderlo todo el tiempo. Era lógico que cuando papá se dormía, mi mamá cayera como en un desmayo del que sólo salía cuando una mano a su lado le tocaba el brazo y se escuchaba ¡Carmen! con esa voz que a mi papá se le había vuelto ronca.
Una noche en que la angustia era insoportable, me levanté y caminé de puntitas hasta la puerta de mi cuarto, pero no me animé a salir de los límites difusos de claridad que proyectaba el velador desde mi mesa de noche. Entonces tuve la idea, la cuna de mi hermana estaba a medio paso de donde me había parado, bastó con que alargara el brazo y lo metiera en las profundidades donde mi hermana dormía como un angelito. Enseguida llegó el berrido, el corazón se me aceleró y de un salto ya estaba adentro de mi cama, justo antes de que mamá apareciera en la puerta para consolar al bebé, que lloraba a lágrima viva. Esa era mi oportunidad, mamá no tenía más remedio que sentarse en mi cama con mi hermana en brazos y esperar a que las dos nos durmiéramos. Yo cerraba muy fuerte los ojos y conservaba la imagen de sus ojeras violetas y pronunciadas y su cara de nada.
Desde esa noche esto se convirtió en mi táctica secreta anti terror. En mi descargo podría decir que recurría a ella sólo cuando me las veía bien feas, pero no sé si es una buena razón para alivianar la pena que merece esta confesión.