miércoles, 5 de noviembre de 2008

Inspirado en “Los discursos del pinchajeta” De Julio Cortazar
La imagen es una digitalización de una escultura de Perera
Todas las noches después de que el reloj del comedor hace sonar las campanadas que indican el fin de un día y el comienzo otro, Natalio sale del interior de la caja de alfajores que tengo sobre el modular y mirando fijo hacia el ángulo superior izquierdo de la habitación grita.
— ¡Ahí, ahí!
Nunca le presto atención, ni siquiera lo hice el primer día que comenzó con sus avisos, hace ya más de cuatro años. Es que Natalio por cualquier pavada hace un bombo bárbaro, bien que lo conozco. Yo, lo que hago es ignorarlo, me levanto, voy hasta la cocina donde me preparo un café bien calentito en invierno o un vino con soda bien helado en verano y me siento a leer algunos artículos del diario que me quedaron pendiente.
Eso enfurece a Natalio que cada vez grita más fuerte.
— ¡Ahí, ahí!
Si estoy en unas de esas noches en que tengo ganas de molestarlo, pongo en el equipo de música un disco de Muhammad Idris. Si hay algo que Natalio no tolera es el Soul. Me causa mucha gracia verlo golpear los brazos a los costados de su cuerpo mientras grita “¡Ahí, ahí!” y abre las plumas en un abanico de colores que siempre resulta agradable.
Cuando se cansa de hacer tanto espamento vuelve a la caja de alfajores y duerme como un bendito hasta las once de la mañana cuando sale a reclamar su desayuno.

Anoche como de costumbre, Natalio salió para gritar a voz en cuello.
— ¡Ahí, ahí!
Como siempre, decidi ignorarlo. Cuando estaba a punto de levantarme a preparar el café, sentí algo a mis espaldas, algo que se movía, algo que era enorme, algo que no era natural, algo con un aliento feroz, un aliento que olía a muerte o alguna otra cosa que me negaba a identificar.
Mis nervios y mi sangre me gritaban que mirara por sobre el hombro, pero la razón me lo impedía, sabía que mirar esa innombrable cosa, esa abominación, seria la locura.
El grito de Natalio era un chillido agudo que lastimaba los tímpanos y contrastaba con la respiración que detrás mío resoplaba, rugía. Senti miedo, un miedo que me hizo pensar que la muerte era mejor que enfrentarme a tal espanto.
Con los músculos tensos como el acero me obligue a ponerme de pie y caminar hacia donde estaba la cafetera, cada paso dolía en los huesos, era caminar en una gelatina densa que no solo me frenaba si no que además hacia difícil la respiración. Cuando llega a la cocina cerré con violencia la puerta. Rompí dos tazas antes de poder servirme café. Me senté en un banco pequeño lo mas alejado de la puerta hasta que Natalio dejo de gritar y se fue a dormir.

Desayunamos en silencio, Natalio come las tostadas con manteca y toma el café con leche como si no hubiera pasado nada. Ninguno de los dos hacemos referencia a lo ocurrido anoche. Yo por mi parte juro que no voy a volver a quedarme nunca mas tan tarde levantado.