martes, 22 de abril de 2008

El lampazo

Se levantó esa mañana mal como se levantaba todas las mañanas de este último año.No estaba dispuesto una vez más, como un tonto, a comprar el diario, tomar un café con leche y medialunas con los últimos pesos que le quedaban en el bar de la esquina y leer los clasificados en busca de vaya a saber qué oportunidad salvadora.
Empezó buscando trabajo de lo poco que sabía, electromecánica, después, poco a poco, se fue conformando con ser un pobre manya papeles, por último incluso dejó de molestarle la posibilidad de ser un simple cadete, a pesar de sus cuarenta años. Ahora sólo hojeaba los clasificados en busca de la salvación, fuera la que fuera.
Se vistió pesadamente, casi sin darse cuenta, atareado pensando en lo que haría si consiguiera trabajo, un sueño, más que eso, un sueño dentro de una pesadilla, que era en lo que se estaba convirtiendo su vida.
Se puso la misma ropa del día anterior, ni nada, así era como se sentía, nada.
Hacía unos meses que estaba viviendo en la casa de su madre, no había perdido sólo su ocupación, también a su familia, por culpa de la falta de trabajo y del dinero que cada vez era más escaso habían aparecido grietas en la pareja que, poco a poco, se transformaron en insalvables y optó por irse, para que no se destruyera el poco amor que aún quedaba entre ellos. Ahora se sentía peor, un hombre joven y fuerte, dependiendo del poco dinero que traía a casa su mamá que trabajaba por horas.
Fue hasta el puesto de la esquina, compró el diario, allí a pocos metros estaba el bar de siempre, se sentó a gastar los últimos pesos que le quedaban de la indemnización. Hizo lo que se juró que no volvería a hacer, pidió un café con leche con medialunas, y se puso a leer los cada vez más flacos clasificados.
Sin abrir el periódico ya sentía sobre los hombros la derrota, sin saber porqué seguía repitiendo hábitos inútiles. Lo atrapó un aviso de los que ofrecen muchos pesos en las horas libres. Lo leyó algo distraído, pero a mitad de página sintió como una revelación y volvió atrás en su lectura. Tantos avisos de este tipo había recorrido que no se explicó porqué se detuvo y lo leyó varias veces, sintió como un resorte en su interior.
¨¡¡¡Querés tener tu propio taller de confección y fabricar!!! aprendé a tener tu propia fuente de trabajo!!!!¨, decía el clasificado, con letras negras, llamativas.
- ¡Éste, sí! - se dijo, seguro de que era de esos que prestan o alquilan las máquinas para hacer trapos de piso o rejilla. Lo volvió a leer, cada vez se convencía más, sí, estaba seguro, era la llave del éxito.
-Cuando me entreguen las máquinas, las pongo en el comedor de la vieja, ¡me tiene que aguantar! - mientras murmuraba estas cosas pensaba que llamaría a los pibes del barrio, les daría trabajo, ahora que todo estaba tan difícil no se iban a negar, no necesitaría pagarles mucho, con el hambre que había agarrarían cualquier cosa, al tiempo que ellos trabajaran él se convertiría, poco a poco, en un gran empresario del trapo de piso o rejilla, lo mismo daba, mientras los pibes trabajaran él se podría dedicar a lo suyo. No tuvo ninguna duda.
Pagó su desayuno, dejó una buena propina, no era cosa de pasar por miserable ahora que todo iba a funcionar, dobló en cuatro el diario, se lo puso debajo del brazo y salió dispuesto a conquistar el mundo. Antes de que llegara a la puerta, el gallego lo llamó.
- ¡Oiga, hombre, se olvidó el vuelto!
- Guardalo, gallego, es para vos -dijo ya un poco agrandado.
El dueño del bar se encogió de hombros y se guardó el dinero en el bolsillo.
El colectivo hacía rato que no venía, la cola era de media cuadra, pero no le importaba mucho la espera, se sentía pletórico porque intuía que todo iba a cambiar.
Pensaba dedicarse a lo que siempre le había gustado, reparar ascensores, era lo que lo había llevado a estudiar electromecánica, soportando todos esos años en el industrial, con unos compañeros de mierda y unos profesores que no dejaban de tomarle el pelo, hasta el punto que todos, hasta los docentes, lo llamaban "el ascensorista".
El apodo nació una tarde durante los primeros meses de clases, allá por primer año. En un recreo, se había puesto a explicarle a Morelli, un compañero petiso y rechoncho, sobre la posibilidad de dedicarse a reparar ascensores. Estaba contento de haber encontrado alguien que escuchara su proyecto, Morelli era el único al que faltaba contárselo. En ese momento pasó el profesor de historia y sin mirarlo dijo en voz alta: ¨¡quinto piso, lenceríaaa!¨, provocando la risa de todos sus compañeros. A partir de allí todos lo llamaron ¨el ascensorista¨. Nunca pudo superar el odio a ese profesor ni a sus compañeros, que no paraban de hacerle la vida imposible.
-Por favor, Andrade, me va a buscar el borrador a secretaría - decía el profesor de matemáticas.
- Que vaya este, que con el ascensor hace más rápido - decía Andrade, desatando la risa de todos en la clase.
Mientras él se ponía colorado y se imaginaba las más terribles de las venganzas, como que algún día, algunos de ellos se quedaría encerrado en un ascensor y él tendría que rescatarlo, allí sí sería él quien reiría, lo dejaría encerrado un rato largo, disfrutando de los gritos de miedo que saldrían desde dentro del ascensor.
Reflexionaba en todo esto cuando llegó el colectivo, pidió permiso entre los de la fila que ya no iban a subir, dio algunos empujones y se colgó del pasamanos, apoyándose en el primer escalón del estribo.
-A ver si se corren un poquito -grito desde donde estaba, tratando de sostenerse fuerte con las dos manos mientras intentaba que no se le cayera el diario, en eso se le iba el futuro.
Así, colgado en el estribo del colectivo y con sus pensamientos en otro lado, no se dio cuenta de lo cargado que estaba el tráfico.
-No, reparación no, mejor una fábrica de ascensores. - pensaba, ya que a esa altura tendría armado todo un taller de trapos.
Se veía pasearse orgulloso con su ropa de marca entre los pibes que estaban dándole a las máquinas, controlando la producción, pibe que no produce pibe que se va para la casa. O se imaginaba llegando en su auto importado con una flor de mina al restaurante más caro de Buenos Aires, tirándole unos billetes de propina al pibe que estaciona los autos y dejando que le abrieran la puerta para entrar donde pocos pueden hacerlo.
El colectivo fue a pasar junto a un camión estacionado, muy cerca y a alta velocidad.
Y los pibes meta trapo y meta trapo y el meta joda y meta joda.
Sintió que le tiraban de la ropa desde arriba del colectivo y que gritaban algo que no llegó a entender. Lo último que vio fue la culata de un camión que se le venía encima y se dio cuenta de que ya no habría ni trapos, ni pibes trabajando, ni lujos, ni placeres.
-¡La puta madre! - llego a decir, nada más.

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