miércoles, 28 de mayo de 2008

Tren

Hace unos días que tomo el tren que va a Ciudadela, papá me lleva al quiosco que tiene ahí. Me gusta viajar en tren, además viene mi amigo Manuel y con él jugamos a las carreras con los coches que pasan por la avenida y siempre les ganamos.

El tren parece más lento desde que tengo que atender el negocio de papá. Él esta enfermo y yo tuve que hacerme cargo.

Llueve, las estaciones están todas mojadas y sucias, como yo. Hoy es un día de mierda, voy a abrir el quiosco después de tres días de duelo, primero papá y ahora mamá, gracias a Dios los dos llegaron a conocer a la nieta.

Este tren que se quedó en Caballito, y yo que no veo la hora de llegar para contarles a mis clientes que anoche nació mi segundo hijo y es varón.

El oeste me deprime, para colmo este fin de semana ni Carlos ni Ángela vinieron a visitarme. Parece que después de la separación se sienten más cerca de la madre.

Por un momento me sentí vacío, sin saber por qué estaba en este tren ni por qué viajaba hacia el oeste, la sensación pasó rápidamente y todo se ordenó.

Hoy el sol está radiante y hace calor dentro del tren, por suerte, porque los días de humedad me duelen todos los huesos, serán los años.

El tren va repleto por el paro de colectivos, menos mal que viajo con Carlos, le voy a mostrar el quiosco. Ángela viene al medio día. Estoy contento, ahora vienen seguido a visitarme.

Hoy es el ultimo día que viajo en este tren de mierda, le dejo las llaves del local a Ángela y chau, ella se va a hacer cargo del quiosco. Espero que esté en el andén de la estación.

Ahí viene Manuel otra vez, me tiene cansado, yo lo único que quiero es sentarme tranquilo en la estación a ver pasar los trenes y éste que viene y no hace más que hablar de enfermedades.
-¿Todo bien viejo?
-Hasta hace un rato sí.

jueves, 22 de mayo de 2008

Noche en vela


En los pasillos de la clínica es noche continua, en la calle el reflejo del sol le hace fruncir los ojos. Son las cinco de la tarde y recién mañana a las diez va a poder volver a ver a Javier, los horarios son muy estrictos en terapia intensiva. Vaya a descansar, señora, le dijo el enfermero canoso. Antonio, se llama y se vería mejor detrás de un mostrador, despachando pan.
Liliana no quiere ir a casa, las chicas ya deben haber vuelto del colegio y últimamente están insoportables, se pelean por cualquier cosa, por el control remoto de la televisión, por un par de medias, por el teléfono. Y si no, se la agarran con ella, parecería que lo único que las une es el frente común contra la madre. Llama a Pedro, pero no quiere hablar con él, le deja un mensaje a la secretaria. ¨Dígale a mi marido que Javier está estable, que no hay novedad y que a la noche lo llamo a casa¨. Odia oír el tono impersonal que Pedro usa cuando lo llama a la oficina, parece un extraño al que no le interesa lo que le dice pero se ve obligado a atenderla y a contestar con monosílabos por cortesía. Marca el número de Santiago, tal vez tenga tiempo para un café. Necesita hablar con alguien. ¨Hola, soy yo. ¿Estás ocupado?¨ Santiago dice que no, que está en su casa, que está con licencia por estudio. Siempre está estudiando algo, Liliana hace tiempo que no le pregunta qué, un posgrado, un congreso, un curso. ¨Necesito verte. ¿Vamos a tomar un café a algún lado?¨ ¨Tengo fiaca de salir, ¿por qué no venís a casa?¨ Se hace una pausa. ¨Irene está de viaje¨, agrega justo cuando Liliana estaba a punto de decirle que prefería encontrarse en un bar. Hace más de veinte años que son amigos, desde la secundaria. A Santiago no le hace falta ninguna aclaración para darse cuenta de que ella prefiere hablar a solas con él. No es que Liliana tenga algo en contra de Irene, al contrario, le cae muy bien, pero hace tres años que está con Santiago, nada más, es imposible no verla como a una intrusa. Además Liliana le conoció demasiadas parejas a su amigo como para encariñarse con Irene.
Camina por la avenida Córdoba, el tránsito se va haciendo más enmarañado a medida que se acerca al centro. Le va a hacer bien hablar con Santiago, es un buen amigo, sabe escuchar. Cuando estaban en el colegio se gustaban, una vez se dieron un beso, en quinto año. Pero Liliana ya estaba de novia con Pedro y no pasaron de eso. Hace algunos años, durante una fiesta, sacaron el tema. Fue la única vez. Habían tomado mucho, Liliana tenía un vestido ajustado que le quedaba muy bien y Santiago estrenaba novia, una morocha que manejaba el escote como un arma. A ninguno de los dos le molestó quedarse charlando solos mientras la morocha bailaba con Pedro. Entre risotadas ambos estuvieron de acuerdo en que lo del beso había sido una pendejada, que nunca hubieran funcionado como pareja. ¨Sos demasiado buena mina para que yo te elija, me gustan más turritas¨. ¨Serán turritas, pero nada tontas. Ninguna te dura, apenas te conocen salen corriendo¨. ¨¡Pero qué bien la pasan mientras tanto!¨ ¨No te agrandes. Por algo estás siempre solo¨.
Liliana no le quiso contar por teléfono lo de Javier, tuvo miedo de ponerse a llorar. Una vez su prima Susy la llamó llorando y la situación resultó grotesca. Liliana no entendía más que palabras aisladas y tenía que pedirle una y otra vez que le repitiera lo que le estaba contando. Susy tuvo que repetir tres veces que había visto a su marido con otra mujer y, otras tantas, que él le había dicho gorda boluda.
Javier está en terapia intensiva, ayer lo internaron de urgencia. Coma alcohólico, dijeron los médicos. Tiene el hígado destruído y una úlcera que no para de sangrar. Liliana no entiende cómo llegó a ese estado y dónde estaba ella, por qué no hizo algo. Si Javier se muere, no va a aguantar la culpa. Y si no se muere, si sale de ésta, todo va a seguir igual, ella no va a hacer nada y él va a seguir tomando. Está segura. Le molesta pensar así, como si Javier fuera un mueble viejo al que no sabe dónde poner. A veces se le ocurre que la muerte sería un alivio para él, que acabaría con su soledad y sus manos temblorosas. Pero en el fondo sabe que se está engañando, el alivio sería para ella. Basta de conversaciones tontas para evitar los silencios, basta de disimular la pena y la rabia, basta de dejar mensajes inútiles en el contestador. Liliana se da cuenta de que está llorando, cómo puede pensar así. Javier no se puede morir. Javier siempre fue el más bueno de los dos, el más sensible. El artista, el sabio, el loco, la promesa sin cumplir. Cuando era chico asombraba a todos con sus salidas; una vez, no tendría más de seis años, le dijo al cura de catecismo que si Dios era como él lo describía, prefería no creer en Dios. A veces, después del cuarto vaso de vino, ese Javier reaparece.
Santiago abre la puerta y Liliana lo abraza, llorando. Siente el pulóver mojado pegado a la mejilla y los brazos de él envolviéndola, primero, y trantando de apartarla, después. ¨¿Qué pasa?¨ ¨Es mi hermano. Se está muriendo¨. ¨Pero, ¿cómo? ¿Qué pasó?¨ Liliana no responde, deshace el abrazo, se seca los ojos con la palma de la mano y lo mira fijo. ¨¿Tenés vino? Necesito tomar algo¨.
Cuando queda sola en el living se saca el abrigo y los zapatos y se recuesta en el sillón. Es agradable estirar la espalda y las piernas. Javier no se está muriendo, Javier no se está muriendo, repite mentalmente.
El borgoña le resulta áspero, pero reconfortante. Toman sin hablar, Liliana con la vista clavada en el piso de madera; cuando era chica vivía en una casa con ese mismo tipo de parquet, tantas veces estuvo en la casa de Santiago y recién ahora se da cuenta. ¨¿Me vas a contar?¨ Liliana niega con la cabeza y reclama más vino, mostrando el vaso vacío. ¨Estoy cansada, estuve toda la noche despierta. Tendría que ir a casa, darme una ducha y dormir un poco¨, dice y cierra los ojos. Ve a Javier, lleno de cables y tubos. Está muy flaco. Liliana piensa que si su mamá estuviera viva, querría salvarlo con un buen plato de ravioles y un rosario a la Virgen de San Nicolás. Para ella no existían problemas que no se pudieran solucionar con comida o con rezos. Pobre Javier. El médico dijo que no siente nada, que es como estar dormido. ¨Dame más vino¨. ¨¿No estás tomando mucho?¨, pregunta Santiago mientras le llena el vaso. Por toda respuesta, Liliana vacía el contenido de un trago. ¨Abrazame¨, le pide. Cierra los ojos y siente la mano de Santiago acariciándole el pelo, la respiración calma, el olor a tabaco. Javier tiene un tubo metido en la boca, no se puede dormir así, qué clase de sueños puede tener con un tubo raspándole la garganta. Además, él siempre durmió boca abajo, desde chiquito. Por eso se la pasaba protestando durante todo el viaje a Mar del Plata y no dejaba dormir a nadie. Liliana no pudo quitar la vista del monitor mientras estuvo junto a su cama, la línea del electrocardiograma atestiguaba que aún estaba vivo, que ese casi cadáver seguía siendo su hermano. Los médicos dicen que está estable. ¿Estable, Javier? Es gracioso, él también se reiría, con esa risa metálica que por momentos se atora y por momentos fluye, como un desagüe obstruido a medias. Sin pensarlo, Liliana pasa la mano bajo el pulóver de Santiago y le acaricia el pecho, muy despacio. Siempre con los ojos cerrados, hace bajar la caricia al pantalón para sentir a través de la tela, las piernas tensas y el sexo firme. Santiago se revuelve en el sillón, nervioso. Aunque no lo ve, ella sabe que se debe haber puesto colorado, siempre se sonroja, por cualquier cosa. Pero Liliana no quiere pensar en eso, no quiere pensar en nada, quiere seguir frotándole el sexo a través del pantalón para sentir cómo se pone cada vez más duro. Él no la deja seguir, le agarra la muñeca con fuerza, la aparta, la recuesta en el sillón. En todo ese tiempo, Liliana no abre los ojos, está mareada y un poco avergonzada. Llora, llora un largo rato, mientras Santiago le acaricia el pelo. Llora hasta quedarse dormida.
Es de noche cuando se despierta; está tapada con una frazada y tiene una almohada bajo la cabeza. Sobre una silla encuentra el abrigo y la cartera y los zapatos están junto al sillón, donde los había dejado. Santiago duerme en el dormitorio, sobre la cama sin desarmar. Ni siquiera se sacó los zapatos.
Liliana va al baño y mete la cabeza bajo el agua fría. Después se recoge el pelo bien tirante, se maquilla, sólo un poco de rimel y de lápiz labial, y se va. Piensa en dejar una nota, pero qué podría escribir. En la calle toma un taxi para ir al sanatorio. Pedro debe estar preocupado, en el teléfono hay cuatro mensajes con su voz cada vez más tensa. Qué va a decirle. Que lo tenía desconectado, que en el sanatorio no permiten usar celulares, que se le pasó la hora y se olvidó de llamar, que lo ama y que no se preocupe, que cualquier novedad, le va a avisar.

lunes, 19 de mayo de 2008

El mar

Selso no conoce el mar, en su país no hay, y aquí donde vino a trabajar, entre el dinero que manda a su familia, el alquiler de la pensión y las llamadas desde el locutorio clandestino, no le queda plata para ir a conocerlo.
La ventana de la pieza da al paredón de una fábrica abandonada que alguien pinto de azul, azul profundo. Selso imagina que ese es el color del océano. Todas las noches antes de acostarse, se sienta a mirar el muro.
Ansía poder traer a su familia, aquí no lo tratan bien ni tiene un buen trabajo, pero al menos tiene uno. Sueña con llevarla a conocer el mar.
En la obra donde trabaja, el arquitecto y el patrón siempre hablan de las vacaciones en la costa, sobre todo ahora que es verano.
Todas las noches, Selso se sienta apoyando los codos en el alféizar de la ventana, y mirando la pared de enfrente, imagina las olas. Así retarda el sueño que lo llevará a otra mañana de trabajo y a otra y a otra....
A veces le viene un sopor y le parece ver en el azul, al otro lado de la calle, algo que se mueve en el fondo, un velero, sí, un velero, no, un barco, es muy lejos para un velero. El sol está alto y atropellador, Selso traspira, pero no es como cuando lo hace en la obra.
Bajo la sombrilla, él y su mujer desenvuelven unos sandwiches de milanesa, ella llama a almorzar a los chicos que juegan junto a las olas.
Todos lo saludan con respeto, él es el que levanta las casas donde ellos viven.
Y así se duerme Selso, sentado en la silla, mirando el paredón de enfrente.

Lectura de cuentos
La Subasta
21 de Diciembre 2007

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21 de Diciembre 2007

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domingo, 18 de mayo de 2008


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21 de Diciembre 2007

viernes, 16 de mayo de 2008

Mala Noche


Era jueves y era verano. En unas horas debía levantarme para darles clase de lógica a un grupo de adolescentes crueles; necesitaba dormir un poco antes de enfrentarlos pero seguía dando vueltas entre las sábanas arrugadas, la fiesta en el piso de arriba parecía estar lejos de terminar. El techo retumbaba como el parche de un bombo y el calor me ahogaba porque había apagado el ventilador para dejar de imaginar que las paletas metálicas se desprendían a causa de los golpes, y rebanaban mi cuerpo en porciones inciertas. El calor no era bueno para dormir; el calor era una mala combinación con los ruidos y con la rabia que apenas podía controlar.
A las tres de la mañana decidí subir, alguien golpeaba la baranda del balcón con una cuchara o alguna otra cosa parecida y a mi pretendida amplitud de criterio se le fueron las últimas dudas: la gente de arriba se estaba pasando del límite. Sin encender la luz capturé una remera con los dedos y en mi camino hasta la puerta me calcé las ojotas y unos bermudas. Me costó encontrar las llaves y la demora aumentó el calor y la impaciencia; para cuando subí el último escalón hasta el piso de arriba había perdido los últimos restos de tolerancia. Toqué el timbre varias veces pero nadie respondió, la música lo tapaba todo y empecé a preguntarme si había sido buena la idea de subir. Me di vuelta y miré la puerta del fondo, cerrada y silenciosa, tan ajena al escándalo que odié a los que adentro estarían durmiendo sin problemas. Somníferos, seguramente.
Dos timbres más y la puerta empezó a ceder, lenta como si desde adentro la moviera un mecanismo a motor. Pero no, era una mano enorme lo que movía la puerta, una mano que parecía aislada del cuerpo también enorme al que pertenecía. El efecto de independencia de la mano se potenciaba porque el gigante tenía la cabeza vuelta hacia adentro del departamento y hablaba con alguien a los gritos. La mano seguía firmemente unida al picaporte, aunque la hoja de la puerta ya había completado su recorrido de apertura. Miré al gigante desde mi altura, cada vez más pequeña y arrepentida, y pensé en retroceder; tal vez si daba un paso hacia atrás con el cuidado suficiente, podría alcanzar la escalera sin que él lo notara. Y quién sabe, entre tanta música y tanto ruido, los timbrazos podrían pasar por una confusión; el gigante se encogería de hombros y volvería a la fiesta sin demasiado conflicto. Pero era tarde, la cabeza del gigante giró con agobio y sus ojos hinchados intentaban adaptarse al resplandor del foco que amarilleaba el pasillo. Soy la vecina del piso de abajo, dije sin mucha convicción, ¿vos vivís acá? La pregunta era inútil porque yo sabía que no, que mi vecino del piso de arriba era un rubio flaco y apocado que vivía con el hermano que era un poco más corpulento, pero no tanto como ese gigante. El gigante abrió la boca y con la mirada todavía clavada en el foco gritó, Ariel, Ariel es para vos. Dicho lo cual soltó el picaporte y adelantó su manaza hasta mi hombro. Pasá, flaca, pasá que está todo bien acá adentro, dijo y desde el hombro sentí el impulso que me hacía cruzar el umbral sin quererlo. Pasá, pasá, repetía y yo pasaba por debajo de su mirada desenfocada y de su olor a alcohol. La puerta volvió a cerrarse y el gigante se perdió en la penumbra del salón con el mismo ritmo pasmoso con el que me había hecho entrar. Por no quedarme sola en el hall, lo seguí arrastrando las ojotas. El gigante no me había mentido, ahí adentro estaba todo bien, la música aturdía pero la gente se veía tranquila, charlaban sentados en los almohadones salpicados en el piso, o movían la cabeza al ritmo de la música, o simplemente clavaban la vista en la lámpara de cristal que adornaba el techo. Yo era la única de pie, la única desencajada, la única para quien no estaba todo bien.
Me sentí tan incómoda que seguí avanzando sin tener muy en claro para qué. El departamento de arriba era mucho más grande que el mío, después de la sala seguía un pasillo estrecho que se abría a una habitación enorme y sin muebles. Me pregunté como haría mi vecino para vivir en un lugar tan grande y tan despojado, y pensé que quizá toda esa gente no fueran invitados, tal vez estarían allí como parte del mobiliario, siempre reunidos y siempre de fiesta, aunque yo solo los escuchara en noches de verano, en las que el calor me obligaba a dormir con la ventana abierta. Las personas que encontré en la segunda habitación también se veían como un decorado, solo que ahí estaban todos parados, apoyados contra las paredes o en islas desparejas que flotaban sobre el piso de pinotea. Estaba ya por volver sobre mis pasos cuando me pareció ver en el grupo más alejado a la pelirroja del octavo “D”; la luz era mala y un chorro de sombra le daba justo en mitad de la cara pero era ella, los hombros huesudos y el pelo rojo como una esponja seca alrededor de la cabeza eran inconfundibles. Debajo de la sombra podía imaginarme su acre semblante. Jamás me devolvía el saludo cuando me la cruzaba en la puerta de entrada del edificio, y si nos veíamos obligadas a compartir el apretado espacio del ascensor, la pelirroja del octavo “D” no quitaba la vista de la manija de la puerta plegable, como si cada segundo de mi presencia fuese un castigo. Siempre creí que ella era así con todos los vecinos, una de esas personas que viven enojadas con el resto sin que medie ningún motivo aparente. Pero la pelirroja era una invitada más en la fiesta de mi vecino de arriba, charlaba en el centro de su grupo y hasta parecía que, debajo de la sombra, en su cara era posible la mueca de una sonrisa. Pensé que si seguía buscando podría encontrar a la vieja hermética de planta baja o hasta a los del departamento del fondo, que por esa noche cambiaban los somníferos por un vaso de cerveza para sumarse también al festejo.
Lo mejor era no mirar, pero ya había llegado hasta ahí y no podía irme sin encontrar a mi vecino, no quería bajar sin descargar un poco mi indignación. Entonces advertí que al final del cuarto había una cortina oscura, pesada y gruesa como el telón de un escenario, que cortaba el paso hacia el balcón. Noté que de allí venían la música y el ruido. Detrás de la cortina estaba la fiesta, detrás de la cortina estaría Ariel, ajeno a mi ridícula presencia en su casa. Me acerqué y dudé un poco, me daba miedo correr el paño y quedar a merced de la mirada de los del balcón. Entonces me convencí de que todo el asunto era estúpido: pasar la cortina y pedir con un hilo de voz que por favor bajaran la música, era inútil. Ya estaba bien, ya era momento de volver a casa, sacarme las bermudas y meterme en la cama, mirar las paletas del ventilador un par de horas más y después tomar un café bien negro antes de salir a dar clases. Eso mismo hubiese hecho si la cortina no se hubiera abierto en ese instante. Como en una pesadilla sentí los ojos de mucha gente sobre mí. Pasá flaca, pasá que está todo bien, decía otra vez el gigante de la entrada, y con su mano gigante me empujaba desde la mitad exacta de mi espalda. Fue como si por un segundo la gente del balcón hubiese dejado todo para mirarme, para ver mi remera vieja y los bermudas estampadas con palmeras, el pelo revuelto por el insomnio y la cara pálida y las ojeras. La pelirroja debe haberse estremecido de placer. Pasó el segundo y todo el mundo siguió con lo suyo: bailar, gritar, saltar, azotar la baranda del balcón con una cuchara. Sentado en el borde de una maceta, Ariel era el único que seguía mirándome. En la mano tenía una copa, champagne, sin dudas, pensé cuando vi las burbujas en sus ojos. Ariel me miraba y levantaba su copa, y en sus labios pude leer, salud, vecina.

martes, 13 de mayo de 2008

Extranjeros

- Hola.
- Hola. Estás hermosa.
- Danke.
- El auto está a media cuadra, no había dónde estacionar.
- Claro... es viernes.

No tendría que haberme sorprendido que el auto fuera un Mercedes, tendría que haberlo sospechado, la manera de vestirse de Tomás era indicio suficiente. Pero me sorprendí y lamenté haberme puesto la musculosa de batik, me quedaba bien pero el contraste convertía al auto en algo monstruoso.

- Wohin willst Du gehen?
- Ich weiss es nicht.
- Lass mich entscheiden, bitte.
- Ja, sicher.

Era un juego, ninguno de los dos se sentía cómodo hablando alemán. Pero era lo único que teníamos en común y, además, había sido su excusa para acercarse en el bar de San Telmo. Yo había ido con Alexander, un alumno de español. Tomábamos cerveza y charlábamos a los gritos, para competir con el volumen exagerado de la música. Alexander estaba contándome lo maravilloso que había sido para él viajar en tren a Ituzaingó; me fastidiaba que sonara tan parecido a una novela de Salgari, los peligros, el exotismo, el temor, la victoria. Cada cinco palabras decía una en alemán, era evidente que a él el relato lo entusiasmaba. Tomás se acercó a nuestra mesa, se disculpó por haber escuchado involuntariamente la charla y se presentó diciendo que era hijo de alemanes, como si eso justificara la intromisión. Pronunciaba en forma impecable, con un rastro de acento bávaro, pero se equivocaba con las declinaciones. En cuanto pudo cambió de idioma y siguió la charla en castellano. O tal vez fue Alexander quien impuso el cambio, en cinco meses volvería a Alemania y su propósito era aprovechar cada segundo para aprender español.

- ¿Qué viniste a hacer a la Argentina?
- Estoy con una intercambia de estudios.
- ¿Hace mucho?
- Desde tres meses, sí. Pero yo hablo un poquito español antes porque siempre fui en España en vacaciones. En Tenerife.
- ¿Y te gusta Buenos Aires?
- Sí, claro, muy bonita. Y la gente muy copada. Yo hago, tengo, buenos amigos aquí y yo me gusta mucho la... wie sagt man, die Lebensweise?
- La forma de vida.
- Claro, sí, eso. La forma de vida de los argentinos.

Alexander se sometía al cuestionario con una sonrisa complaciente que a mí me resultaba insoportable. Cientos de veces había respondido a las mismas preguntas desde que estaba en Buenos Aires y, sin embargo, seguía contestando con amabilidad imperturbable. Me dediqué a ultimar los maníes que quedaban, consciente de que aumentarían mi sed y de que se me había terminado el chopp y no tenía plata para otro. Tomás me pareció un pedante, todo en él me caía mal, su vaso de whisky, su Belgrano-deutsch, su pelo rubio y su piel tostada. Me aburrían. Los dos me aburrían, Alexander y él.
Dejé de prestar atención a la charla y me dediqué a mirar a la gente que, poco a poco, había ido llenando el bar. Mientras me chupaba la sal pegada en los dedos localicé a un morocho de barba que me miraba desde la barra. Me hizo acordar a Miguel, los mismos ojos oscuros y grandes, las mismas facciones árabes. En las buenas épocas solíamos imaginar cómo serían nuestros hijos, cuando los tuviéramos, beduinos achinados o japoneses narigones.
Después de media hora de parloteo, Alexander se tomó un respiro y fue al baño. Recién en ese momento Tomás me dirigió la palabra, como si antes yo no hubiera estado sentada a la misma mesa.

- Y vos, con esa hermosa cara oriental... ¿cómo es que sabés alemán?
- Todavía no nos prohibieron aprender su idioma.
- ¿Nos prohibieron? ¿A quiénes?
- A los extranjeros.
- ¿Y cuál es tu relación con el deutsche?
- Es mi alumno de español.

Me pareció la respuesta más sencilla, qué importancia tenía que nos hubiésemos acostado un par de veces, que al principio hubiera creído que me estaba enamorando, pero que eso siempre me pasaba, y que aunque me parecía un buen tipo ya me estaba cansando de él, que ya no le daba clases sino que charlábamos mientras paseábamos por el circuito turístico y eso me aburría y, encima, no me pagaba porque se suponía que ahora éramos amigos.

- ¿Siempre le das clases en bares?
- ¿Por qué?
- Pregunto. Me parece extraño.
- Extraño, extranjero, fremd. A los alemanes les encanta esa palabra.

Miré la barra, Miguel con barba me miró, sonrió y después le dijo algo al barman. Tomás anotó mi número de teléfono en una servilleta y se fue antes de que Alexander volviera del baño. El falso Miguel y el barman charlaban y se reían.
El auto dobló por Libertador. Mientras Tomás describía el restaurante al que estábamos yendo, aproveché para hacer un inventario. Chomba polo, reloj de oro, zapatos relucientes. Miré por la ventanilla para no reírme, Tomás parecía gastar más en ropa que yo en alquiler. Pasé revista a mis últimos levantes, un músico, un profesor de filosofía, un electricista, un estudiante alemán, un psicólogo. A pesar de mi eclecticismo nunca había estado con un empresario. A través de los vidrios polarizados la ciudad se veía como una escenografía mal iluminada.

- ¿Puedo abrir la ventanilla? Tengo un poco de frío.

Tomás sonrió y apretó un botón del tablero. Me pareció que me miraba los pezones, a los que sentía en lucha contra la delgada tela de la musculosa. Acerqué la cara a la ventanilla y el aire caliente y húmedo me regresó a Buenos Aires. Tomás apagó la música, según él Frank Zappa no se llevaba bien con el ruido del tránsito.
Los manteles, las velas, el pianista, la comida, todo lo prometido estaba ahí, recordándome que yo tenía puesta una musculosa desteñida. Tomás hablaba y hablaba. No se cansaba de preguntarme si yo había estado en Frankfurt, Stuttgart, Weimar, Berlin, Hamburg, Köln. Cuando mi respuesta era afirmativa, parecía un chico con el número premiado de una rifa. ¨¿Sí? ¿Estuviste? ¡Yo también! ¿Viste qué hermosa la catedral? ¿Y la peatonal? ¿Fuiste al Kunstmuseum?¨ Me pregunté de qué hablaríamos cuando se agotara el mapa de Alemania.
Hablamos de mí. En realidad, él preguntó y yo recité el mismo discurso que venía repitiendo hacía meses. Que hacía un año había regresado a la Argentina, que me acababa de separar, que tenía algunos alumnos pero estaba buscando trabajo. ¨Yo te puedo ayudar. Tengo muchos amigos en empresas alemanas, tenés que hacerme llegar tu currículum¨. Me sentí en desventaja. El auto, el restaurante, el vino carísimo, todo eso se lo podía meter en el culo, pero el posible trabajo parecía acercarse a mi precio. No me gustó pensar así, nunca antes había pensado así.

- ¿Tomamos el café en otra parte?
- Bueno.
- El mejor café de Martínez se prepara acá cerca, a unas pocas cuadras.
- ¿Esto es Martínez? No te rías, para mí desde la General Paz hasta San Isidro es todo lo mismo.
- Porque no conocés. Tenés que venir más seguido. Yo voy a ser tu guía en zona norte, vas a ver. La próxima vez vamos a ir a un restaurante en la parte vieja de San Isidro, te va a encantar. Bueno, llegamos.
- ¿A dónde?
- A mi casa. Mi café es el mejor de Martínez.

Entramos acompañados por la mirada del hombre de la garita. ¨Ponete cómoda, ya vuelvo¨. El living era más grande que todo mi departamento. Sobre un Blüthner de media cola había cuatro portarretratos que repetían las imágenes de dos nenas rubias, en Disney, en la playa, en el colegio, en la nieve. Detrás del piano, una puerta de vidrio se abría a un jardín con pileta.
Tomás apareció con una botella de champagne y dos copas. Extra brut y del mejor, sabía elegir. ¨Se me acabó el café¨. La situación me resultó grotesca, pensé que era una lástima que yo no tuviera quince años y fuera virgen para completar la escena. Escondí las ganas de reirme dentro de la copa.
El champagne me emborrachó lo suficiente como para que no me importara nada. Me acuerdo de lo que pasó pero no tengo imágenes, como si me lo hubiesen contado. No sé, por ejemplo, cómo era la habitación, de qué color eran las sábanas, quién se desvistió primero. Sí sé que cuando le vi los hombros llenos de pecas sentí ganas de llorar y que en algún momento no podía dejar de pensar en las subordinadas adjetivas, al día siguiente tenía que darle clases a un chico de segundo año, al que no había manera de hacérselas entender. No tengo imágenes de su cuerpo desnudo, salvo las pecas, y tampoco recuerdo qué hicimos exactamente. Sé que él acabó en seguida y que yo nunca me excité. Me acuerdo con claridad del baño con venecitas azules y una bañera antigua, con patas. Me acuerdo también de un espejo enorme y muy iluminado en el que me miraba y no podía parar de reírme, tapándome la boca con las dos manos. Era graciosísimo el contraste entre las partes oscuras de mi piel y las marcas blancas de la bikini.
Dormí todo el viaje, desde Martínez hasta Caballito. Recién abrí los ojos frente a la puerta de mi departamento, con la sensación de que hacía varios minutos que Tomás estaba tratando de despertarme.

- Te llamo.
- Ahá.
- ¿Estás bien?
- Sí.
- ¿Lo pasaste bien?
- Sí, claro.
- Wiedersehen, mein Schatz.
- Chau.

jueves, 8 de mayo de 2008

La fábula de Damilú y el Oubundo

Pequeño relato de amor,
que no fue largo,
pero si duro e imborrable.

Oubundo abrió sus mierdosas fauces para devorar a la pequeña princesita Damilú que atemorizada, venia huyendo de un humanologo pederasta que intentaba violarla con el mango de una escobilla de limpiar inodoros.
Todavía temblorosa, llorando, la princesita se escondió detrás de las patas de un Gliptodonte coriacio algo putito el, pero Oubundo era terrible y todo sabia y veía. Damilú estaba en cuatro patas escondida. Oubundo le vio la colita y cambio de parecer.
—¡Papita para el Oubundo! —dijo el Oubundo, y sin pensarlo mas se abalanzo sobre la pobre y allí no mas la desvirgo, el muy chancho.
Desde entonces la princesita Damilú no hace mas que pasearse por el palacio y las calles de su reino buscando algo de tamaño oubundo, en vano les digo, porque Oubundo hay uno solo.



MORALEJA:
Si te esta por agarrar Oubundo, para que resistirse, ahora si, después no hay tamaño que te venga bien.

domingo, 4 de mayo de 2008

Las cosas de la Abuela


Yo hubiese querido quedarme con el espejo de doble hoja y con la máquina de coser. Pero los costureros chinos eran mucho más fáciles de conservar, por tener un tamaño más apropiado para guardarlos en una habitación de tres por dos como la mía. Lo mismo que los collares de cuentas de acrílico, aunque mi mamá y mi tía no permitieron que me quedara con todos. La abuela tenía muchos, muchísimos. Se los ponía para las reuniones familiares, en especial para Nochebuena porque era la única fiesta en la que se encontraba con su cuñada, la Chacha y entonces podía lucirse y dar envidia. Mamá ponía cara de circunstancia, como decía mi abuela, cuando la veía avanzar por el pasillo de entrada de casa con los collares de colores enredados en el cuello y la cartera balanceándose entre el codo y la muñeca, y las manos ocupadas por la bandeja enorme de tallarines recién amasados, tapada con prolijidad con un papel madera de los que usaban en las tintorerías. No fue fácil para mí elegir los collares, ¡eran todos tan distintos! Pero mi mamá y mi tía dijeron que sólo podía quedarme con dos o tres y que por favor eligiera los menos cascados. Me quedé con el de las piedras verdes que parecen esmeraldas, con uno bien finito de mostacillas anaranjadas y con el de cuentas rosas, que es como una serie de chicles confitados de tutti fruti engarzados en una cinta de metal plateado.
Mi mamá y mi tía separaron los costureros chinos y me los dieron como compensación por la máquina de coser. Los costureros nunca me habían interesado demasiado, la abuela tenía una colección de distintos tamaños y formas que se alineaban sobre la tapa de la máquina. Cada vez que se sentaba a coser los alborotaba y el piso del cuarto se llenaba de trapos y retazos deshilachados. La abuela fruncía la frente y bajaba las pestañas detrás de los lentes verdosos de sus anteojos de leer; los labios también se le fruncían de tanto apretar alfileres y hablar a la vez. Con los labios prensados me pedía que le pasara el carretel de hilo negro, o la tijera, o la tiza cuadrada y grasosa. Yo le hacía caso, revolvía los costureros mientras hacía reverencias frente al espejo de doble hoja y me aburría bastante. Lo único bueno era la máquina, sentarse en el taburete como una pianista y mover el pedal, sosteniendo con firmeza los recortes de tafeta que la abuela me permitía coser como premio, cuando terminaba el trabajo o cuando se aburría y se levantaba para preparar mate dulce. Por eso me hubiese gustado conservar la máquina, porque era lo único lindo que habían tenido las tardes de costura que mi mamá y mi tía me obligaban a soportar, mientras ellas salían de compras o iban a la peluquería a hacerse las uñas. Pero los costureros chinos tenían definitivamente un tamaño más adecuado para mi habitación. La máquina de coser de la abuela iría a parar a la casa su cuñada, la Chacha, igual que el espejo de doble hoja. Mi mamá quería venderlos, decía que atrás de la estación había un turco que compraba cosas viejas y pagaba precios razonables. Mi tía, en cambio, no quería saber nada de ventas, para ella lo mejor era que las cosas de la abuela quedaran en la familia. Pero mi mamá insistía en que ella ni loca se llevaba esos cachivaches, que dónde pensaba mi tía que los iba a poner, ¿de florero en mitad del living? Al final, después de mucho discutir, mi tía dijo que ella tampoco tenía espacio, y que el espejo no iba bien con los muebles de haya que mi tío había comprado de liquidación en una mueblería de Paternal.
A mí me hubiera gustado quedármelos, pero por su tamaño no podía ni pensar en que me dejaran tenerlos en mi cuarto. Por eso los mejores tesoros de la abuela se los quedó su cuñada, la Chacha, para que no se los llevase ningún extraño, para que permanecieran en la familia.

jueves, 1 de mayo de 2008

Estigma


El día que cumplió cincuenta años, Gregorio se despertó con la convicción de que tenia una enfermedad que en un año lo llevaría a la muerte.
Clelia, la esposa no le prestaba atención, estaba acostumbrada a sus manías de hipocondríaco.
Gregorio recorrió toda la cartilla de la obra social, gasto fortunas en clínicas y médicos particulares. Nadie encontró nada malo en su salud.
Tantos estudios agresivos terminaron socavando su fortaleza.
El día que cumplió cincuenta y uno, Gregorio amaneció muerto.
Clelia, la esposa, no para de recorrer todos los servicios de salud que le son posibles tratando de hacer entender a los médicos de que lo que tenia su marido, era contagioso.